El BACO (CAP. 17)

in #spanish8 years ago (edited)


(La Eragudina, donde acamparon)

17
(J. S. Bach. «Partita I»)
Al ver llegar a Pablo, el Vasco quedó fosilizado, y, trepidante, después de una jornada inmersa en la tragedia de búsqueda infructuosa, paulatinamente llegó a la angustia. Contenido el aire, se le desinflaron los mofletes. Sólo Eva fue la confidente que compartió los momentos de zozobra con secreciones gástricas en demasía. Con los disgustos, el Vasco se abocaba a enfermar de jaqueca y de dolor de estómago.
Pablo, el muy tunante, se despidió del camionero cojeando. A estas alturas, no era el mismo que cuando salió de Málaga.
Al Vasco, le vinieron a la mente, ya que había sido un buen cristiano, la parábola del buen samaritano al observar la cojera de Pablo, y la del hijo pródigo en cuanto a la vuelta al redil del disidente.
Como caníbales a un extranjero lo cercaron, preguntándole por su paradero durante todo el día, por este orden: el Vasco, Eva y el resto de los compañeros.
Ante la impertinencia, fantaseó unas peripecias tan bien urdidas que todos le creyeron a pies juntillas, por lo que el Vasco tuvo que morder su intención de reprenderlo: amanecía cuando un dolor intenso lo despertó sobresaltado y les describía un estoque clavado a lo largo de la pierna, como si estuviera rasgando la safena. Intentó estérilmente despertar a alguien, a lo que respondieron con ronquidos pertinaces. El Vasco se enrolló en su saco a pesar de haberle dado unas palmadas. Desesperado, optó por arrastrarse hasta la carretera y pedir auxilio a una lechera que dejó su trabajo por llevarlo en su borrico al médico de urgencias. En el ambulatorio, apenas había medios de diagnóstico: la mesa de exploraciones, un termómetro y un fonendoscopio. «Probablemente habrá que intervenirlo», oyó al doctor decirle a la enfermera. «Lo mejor será pedir una ambulancia y que en León le hagan las radiografías». Ligamentos, gangrena y otras palabras que no entendía lo asustaron de tal manera, que al preguntarle por su domicilio y pedirle la cartilla, se olvidó de dónde procedía y les dijo que sin consentimiento de su padre no lo operaran, por si se quedaba en la anestesia. Deliberantes los médicos, decidieron una inyección y unas grageas: ¡santo remedio!, que a las dos horas se fueron calmando los dolores, y hasta el momento, sólo quedaban unos pinchazos soportables. A pesar de todo, se disponían con sumo cuidado a viajar de regreso a la Eragudina con gotero, oxígeno y no sé cuántos aparatos, cuando de pronto una llamada urgente obligó a la ambulancia a cambiar de rumbo; y los celadores, sin consultar con nadie, solicitaron ayuda al camionero que salía de una obra delante de la clínica para llevar unos tablones hasta Astorga.
El Vasco, compungido en su sosiego preguntó cariñoso:
—¿Qué has comido?
Y Pablo:
—Nada, nada: las medicinas.
—¿Qué quieres que te hagamos? Quedan unos huevos y una sopa de sobre; o si prefieres te llevo a un restaurante.
—Después de todo el día, sin desayunar siquiera, mejor será pescado.
—Lo malo es que, sin medio de transporte, tendría que llevarte a costillas.
Pablo torció la cabeza y alzó las cejas significando en silencio: «tú tienes la culpa».
El Vasco cogió a Pablo como un jumento a su dueño y repitió el itinerario de la lechera hasta la Pensión García. Subiendo la cuesta le preguntaba:
—¿Qué tal llevas la pierna?


(La cuesta del postigo por donde subió el Vasco con Pablo a costillas)

Sudaba el Vasco con aquel peso hasta por la pantorrilla. Pablo le contestaba:
—Llamaré a mis padres y que vengan a buscarme.
—Nos iremos todos. Yo también estoy enfermo.
—Por mí, no vais a interrumpir el viaje. A lo mejor mañana esto ha cambiado y me encuentro recuperado. Si puedo caminar continuaremos.
Al Vasco le sobresalían las venas. Casi lo ahogaba pues abrochó los dedos por delante del cuello.
¡Llegaba muy lejos Pablo con su venganza!
Al cruzar la puerta del restaurante y comprobar que los clientes los observaban, insinuó al Vasco que lo bajara para probar la fortaleza de la pierna mala.
—Parece que el efecto de las pastillas no ha terminado. Tengo un hambre que me muero.
Con reverencia y sonrisa, el «maître» les llamó señores y les ofreció la carta. El Vasco, teóricamente, ya había cenado. Pablo eligió lenguado al horno y congrio en salsa, al ajo arriero.
Mientras tanto, el Vasco mató el tiempo con un concurso de la tele, de los que reparten millones por responder a una minucia. Una vez acabado, del aparador lleno de botellas, adornado con una cesta de fruta en lo alto, por echar una ojeada, tomó «El Diario de León» y «El Pensamiento Astorgano». Los depositaba un cliente fiel a la casa, que salía disimulando un eructo con un palillo entre los labios. Los periódicos estaban muy manoseados de tantas lecturas como habían sufrido. En la portada de «El Pensamiento»: «Robo en la catedral de Astorga». Y seguía: «Según las pesquisas de la policía, se sospecha una pista para dar con los ladrones. Todavía no se han evaluado los daños. El cabildo hace inventario de los bienes catedralicios. Según declaraciones del Señor Obispo:“Todavía no se ha dado con lo sustraído”. Las esmeraldas del tesoro diocesano, propiedad de la Iglesia, junto con otras joyas de valor incalculable, serán analizadas por expertos del Instituto de Gemología para comprobar si los ladrones han efectuado el cambiazo. Los sistemas de seguridad aparentemente están intactos. Todo hace pensar que se trata de profesionales, pues no han dejado rastro alguno. Sólo un pequeño punto sobre una «i» han olvidado: se perpetró el robo sacrílego durante la noche, y con la prisa, dejaron dos ventanas abiertas. La redacción de este periódico ha podido saber el itinerario de los ladrones, reconstruido por el Inspector Jefe de la Comisaría de la ciudad de Astorga. Han tenido que utilizar una ganzúa para entrar por el archivo diocesano pues sólo existen dos llaves, una en depósito y otra la custodia el Sr. Archivero. Casualmente, durante la tarde de ayer estuvo ausente. Después de saltar por una de las ventanas del archivo y entrar en la sacristía, debieron de abrir la puerta por dentro para pasar a la Iglesia y, cometida la tropelía, dejaron todo como estaba, pues el señor pertiguero asegura que echó el cerrojo a su hora. Esperamos que pronto sean capturados los delincuentes y puestos a disposición de la justicia».

El Vasco, inexpresivo, quedó sin habla, como si le hubiera salido el lobo en el monte. Indicó con el dedo la noticia, que Pablo leyó mientras tomaba con sibaritismo desmedido los últimos mejores bocados.
En la mesa de al lado, dos señoras, de calicó y tafetán las blusas y manga larga en el verano, terminaban las natillas comentando:
—¡Menos mal que los ladrones no profanaron la Eucaristía! Pablo y el Vasco aguzaron el oído.
Se amohinó la más tímida:
—¡Nos quedamos sin misa!
Engallecida, la pizpireta:
—¡Ay, hija! Yo, es que soy del Perpetuo Socorro. Hubieras llegado a la de los Redentoristas. A mí, la misa de la catedral siempre me ha parecido demasiado ostentosa. ¿Qué quieres que te diga? —en vez de subir, bajó una octava en la cadencia.
Frunció las rayas que simulaban labios, y con la boca pequeña habló para dentro:
—Con el nerviosismo, el Beneficiado casi se desmaya.
Se tornó comprensiva la más dispuesta:
—¡El pobre es tan grueso!
Temblaron los párpados de la ensortijada supersticiosa:
—Íbamos a preparar la convivencia de las Hijas de María. Nos enteramos de tan abominable crimen porque Don Fausto salió desencajado, como si hubiera visto al demonio.
Interrumpió la cucharadita entre plato y boca, tez tersa, pupila incisiva, ladeando la cabeza:
—¿Robaron los cálices de oro?
Adoctrinante la más matrona, relajó los hombros:
—¡Eso es lo extraño, que no robaran los cálices!, pero date cuenta que el oro pesa mucho. Todo apunta a que han sido unos bandidos refinados. Alguna piedra de las del tesoro, seguro que falta. Yo, por si acaso, ya he echado la oración a San Antonio: «Si miras milagros, mira, muerte y error desterrados. El mar sosiega su ira, redímiense encarcelados…»
Corrigió piadosa la delgadita:
—¡Pero, mujer, no reces aquí! Además no te la sabes. Ya te la daré yo, que la tengo en el devocionario.
Se molestó la gorda desfoliándose:
—¡Cómo que no me la sé?: «Si miras milagros mira, muerte y error desterrados, los peligros se retiran los pobres son remediados. Gloria al Padre, Gloria al Hijo, Gloria al Espirituisanto». Cualquier sitio es bueno para hacer oración y como dijo Santa Teresa: «Entre los pucheros anda el Señor».
Casi discuten:
—Pues no y no. Así no es; es mucho más larga; y si no la dices bien no hace efecto.
Pablo y el Vasco tuvieron bastante con lo escuchado y leído. Sin esperar más pidieron la cuenta.
Con pasos chinos y aire de petimetre, el camarero se acercó ondulante entre las mesas:
—¿Qué quiere el señor de postre?
Contestó el Vasco repetitivo y ansioso:
—Tenemos prisa. Traiga la cuenta.
—No hace falta. Si no desea postre: mil novecientas.
El Vasco pagó con el dinero del fondo. Pablo se olvidó de su pierna y salió deprisa para poder hablar tranquilo.
Se vieron fuera caminando cuesta abajo muy agitados. El Vasco no estaba dispuesto a hacer de acémila y le dijo a Pablo:
—Somos muy necios. Nos la hemos estado jugando. ¡Qué inconscientes! Deberíamos haber salido de Astorga inmediatamente. ¿Cómo no supusimos que se alarmarían, dado el estado en que dejasteis todo? Vosotros sois menores de edad y yo soy el responsable.
Simulaba Pablo inocencia y asimiló la pista de que el Vasco era el único responsable. Con tal fuerza asió esta idea que no la soltó nunca.
—A fin de cuentas no robamos nada, sólo unos destrozos sin importancia.
Conteniendo su enojo el Vasco:
—¿Sólo unos destrozos? Ya me decía Eva que cómo podía confiar en unos chiquillos. ¡Dejar la sangre por las paredes! —movía todo el cuerpo y balanceaba la cabeza—. Si nos apresuramos, podemos tomar el expreso de Madrid a las dos y cuarto de la mañana.
Pablo recordó que debería seguir disimulando:
—No vayas tan deprisa, no creas que esto no me duele; lo que pasa es que he encontrado la postura de la pisada en que se hace soportable.
La luna, un poco apepinada, se antojaba menguante. La mente del Vasco era un torbellino y temía que al llegar al campamento faltara alguien que le impidiera cumplir sus pretensiones de partir esa misma noche. Al cruzar la carretera Madrid-Coruña, perdió la mirada en el horizonte de lucecitas rojas, envidioso de los coches que se dirigían al sur de España. Por suerte, no faltó nadie. Estaban hartos de la discoteca. Leo intuyó a lo lejos, entre la arboleda, la silueta de Pablo; tenía muchas ganas de preguntarle los detalles, porque tras intentar sacarle un guiño o alguna mueca, no pudo descifrar nada de su semblante antes de que hubiera marchado con el Vasco. Sin alertar a sus compañeros salió a su encuentro, jubiloso de que se encontrara solo. Cuando llegaba, guardó silencio tras una palabra hueca, ya que el Vasco se acercaba unos metros detrás, pues había quedado rezagado después de orinar al lado de un árbol. La conversación quedó postergada; no había más remedio.


(Fuente Encalada, de donde se surtían de agua)

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