EL BACO (Cap. 14)
Hace cuatro meses publiqué para los lectores de "steemit" trece capítulos de mi novela "El Baco" finalista del premio planeta 1993. Interrumpí la publicación que hoy sigo con el capítulo 14:
14
(J. S. Bach. «Partita III»)
Entre los portones semiabiertos del antiguo carro, los padres de Honorino esperaban impacientes la llegada, al lado de un botijo blanco con un paño húmedo tapándolo. Ella con sayas negras y mandil de lunares blancos, tocada con negra pañoleta desde que hace cuarenta años murió su madre, la abuela de Honorino. Él, con pantalón de pana, boina y camisa de rayas, sin corbata.
Con esa emoción impávida de las gentes de esta comarca, el viejo saludó a Honorino dándole la mano, cosa extraña a los ojos de Pablo por contraposición al besuqueo malagueño. A la nuera sí le dio un beso en la cara.
En el cruce de saludos, la vieja se colgó de su hijo y con una sarta de besos sonoros, que retumbaron en la calma vespertina, le ametralló las dos mejillas. Con el esfuerzo, se le cayó hacia el cuello la pañoleta, quedando al descubierto el moño blanco pardo amarillento sobre la tez de arrugas sonrosadas; las cejas pobladas, del mismo color que el cabello; y los ojos muy rojos, brillantes y sin apenas pestañas destilaron sendas inmensísimas lágrimas. En silencio.
—Andai, pasai pa dentro. ¿Y este muchachote, lo habéis pescao en La Coruña? —dijo el abuelo dirigiéndose a Pablo.
—Es un buen amigo. ¡Ya ve, padre!: ahora nos echamos amigos que podrían ser sus nietos. Pasará con nosotros dos días —contestó Honorino.
—Dame un beso, hijo —le dijo a Pablo la vieja enjugándose el rostro con el envés del mandil limpísimo.
Continuó el abuelo:
—Tendréis bultos. Abre el «capón», Honorino, que los meteremos pal portal. Después de comer ya los dispondréis en las alhajas.
Adela se adelantó y sacó del maletero la nevera portátil.
—Aquí traemos unos mariscos. Esto no puede esperar, los meteré en el frigorífico.
Pablo, con su mochila a cuestas, se prestó a trasportar maletas.
—Trae pa cá, que tú ya vas bien cargao y yo todavía puedo con cinco arrobas —le dijo el abuelo alardeando de fuerza.
Una vez dentro, Pablo se extasió ante el decorado del portalón lleno de platos y cazos de cobre, cerámicas de todas clases, trébedes y potes; los aperos de labranza colgados como adornos, un bieldo y una garabita cruzados como dos lanzas en la pared de la izquierda, que Adela, durante otras escapadas, aderezó con mucho esmero para que sus suegros tuvieran el portal más bello del vecindario.
—¿Dónde comeremos? —preguntó Honorino a su madre.
—¿Dónde crees tú que estaremos más frescos? Pasai, pasai. Tengo todo preparado, pero hei de añadir un cubierto. Comeremos en la bodega.
—En la catedral del vino —interrumpió el viejo mirando a Pablo de frente.
—Ya está este hombre con sus cosas. ¿Qué va a decir de ti este muchacho?
—¿Qué voy a decir yo? Me parece un buen nombre para una bodega.
El viejo se detuvo y miró a Pablo; se le escapó una sonrisilla cómplice colocándose con la lengua la dentadura postiza, que se le caía; una vez enderezada, con insistente risa temblona afilaba la barbilla puntiaguda.
Pasaron por el medio del patio hacia la puerta de atrás que sale a la huerta, y al fondo, ojival, con dos medias columnas de piedra a los lados, destacaba la puerta de la cueva de madera tallada; el bajorrelieve representa una figura humana medio dragón, medio sátiro casi desnudo, coronado con hojas de parra y un barril sobre sus espaldas.
Sobre la pared de la rampa de bajada, Honorino conectó el interruptor general de la instalación eléctrica.
La oscuridad se convirtió en día.
Debajo del primer cubo, que así le llaman en esta tierra, por su semejanza con el torreón circular de las fortalezas antiguas, a la parte de la bodega que sirve de respiradero y que está excavado en la arcilla como si fuera una chimenea, la mesa de nogal negro vestida con mantel de lino bordado mostraba espléndida sus relieves: la vajilla de la boda de los padres de Honorino y las copas de cristal de roca destellaban los siete colores del arco iris. El menú, sopas de truchas y cordero, aguardaba humeante en sendas tarteras de «perigüela». La cubertería de plata se la regaló Honorino a sus padres el primer mes de notario.
Pablo nunca hubiera podido sospechar tanto lujo bajo tierra. Culminó su impresión al levantar la cabeza y contemplar en lo alto del cubo, a modo de claraboya, una vidriera gótica que le recordaba la linterna de la sacristía de Astorga.
Honorino barboteó con la boca llena:
—¿Te gustan los cristales? Esa sortija que lleva mi madre, reproduce en miniatura las vidrieras de los cuatro cubos. Para ver la filigrana se necesita una lupa. Se la regalé cuando las bodas de oro. Un orfebre suizo se desplazó desde Berna para hacer las fotografías antes de montar los diamantes con microscopio. Cuando pensé en el capricho, el tagarote de mi notaría me desanimaba diciéndome que sólo un chino de no sé qué dinastía hubiera podido satisfacer mi locura. Pues ya ves, con dinero se consigue casi todo en la vida.
Pablo no asimiló el contraste con las pañeras zapatillas toscas de la vieja, quien al terminar el bocado exhibió su anular derecho con el pedrusco engarzado en platino, diciendo:
—Este alhaite atóntame la cabeza porque daime vergüenza llevailo por la calle —la voz temblorosa—. ¡Qué sé yo los duros que le costaría, que no me lo ha querido decir, ya que si me lo dice, lo mismo le tiro con él a la cabeza! Este hijo mío se cree que el dinero está ahí pa gastarlo; y a su padre y a mí nos costó mucho sacrifico darle la carrera.
—No se queje madre, que a usted nunca le faltó nada, ni siquiera después de la guerra.
Pablo quedó más atónito al comprobar que el hijo trataba de usted a su madre. A cada instante que pasaba entendía menos, y reflexionó sobre si estaría despierto. La vieja continuó, trazando con el brazo un pequeño aspaviento:
—Pero con mucho trabajo, que siempre aramos doscientas fanegas y no dábamos abasto. Treinta gallegos contratábamos pa la siega.
Adela llevó la punta de la servilleta al labio inferior con artificial melindre para secar una gota de sopa sobre el carmín insultante. Se hizo un silencio largo en el que se saltearon algunos leves chasquidos de las cucharas contra la porcelana de los platos.
Pablo no se apercibió de aquellos momentos de violencia hasta ver el mohín con que irrumpió Adela:
—¡Pobriños! ¡Venían andando desde Orense, Lugo y Pontevedra.
Honorino no quiso que siguiera la conversación por esos derroteros y se levantó de la mesa para que no derivara el cruce de palabras entre suegra y nuera. Acercóse a la espita de la cuba pequeña llevando en una bandeja las cinco copas.
—Brindaremos por Pablo, para que deje las ciencias y tome el camino de la jurisprudencia.
—¿Qué dice? —balbuceó la abuela retronqueándose hacia su marido con gesto de extrañeza.
—Nada, madre. Que brindaremos para que Pablo llegue a ser notario.
—¡Ah, bueno! —se satisfizo la abuela.
En un nicho donde en otros tiempos hubo un tonelete, estaba instalado un tocadiscos cuadrafónico. Honorino se dispuso a poner música. Inundó el recinto el violín de Jehudi Menuhin interpretando las tres partitas de Bach hasta que acabó el banquete.
De postre, ciruelas de la huerta y una tarta casera.
Adela insinuó a su marido que tendrían que saludar a los tíos y primos, lo que aceptó como una rutina:
—Es lo primero que haremos.
—Pues... ¡Hale! Vamos mientras tu madre recoge —aligeró Adela.
Pablo se ofreció:
—Yo le ayudaré a quitar la mesa.
Honorino salió del bochorno diciendo:
—¡Un invitado es un invitado! No debiéramos aceptar la propuesta; a pesar de todo, aceptémosla, y tómalo como un signo de confianza, puesto que mi madre ya no está para subir la rampa con esas tarteras.
El notario y su esposa se despidieron dejando las notas del último tiempo de la partita tercera. El abuelo aconsejó en voz alta:
—Ten cuidao, Adela, que esa «rampla» está muy «resbalina», y con esos tacones tan altos…
—Descuide, que sé llevarlos desde los quince años.
Quedaron sentados de sobremesa los dos viejos con Pablo, y una vez que se hubieron cerciorado de que sus hijos estaban lejos, el viejo le dijo a Pablo:
—No se te ocurra ni moverte. ¡Estaría bueno! Aunque seas amigo de Honorino, esta es mi casa. Además, nos toman por ancianos, cuando yo todavía estoy pa trabajar las tierras. Es que no me dejan. Claro que ya son setenta y nueve, aunque no lo parezca. Nunca he tomado ni una aspirina. La que anda un poco más estropeada es Domitila, que a veces le duele la cabeza y la «ceática», pero con un par de pastillas, va, y se le pasa.
—A propósito... —dijo Pablo—, eso les iba a preguntar, que cómo se llamaban. Me han tratado a cuerpo de rey y todavía no sabía sus nombres. Ahora sí; usted, Domitila. ¿Y usted?
—Honorino, como el hijo. Aquí, todos los primogénitos se llaman como el padre.
—Bah, eso ocurre en casi todas partes; conozco muchos; yo mismo; mi padre también se llama Pablo.
Siguieron un poquito, hablando de banalidades hasta que interrumpió Domitila:
—Bueno hijines, voy a quitar la mesa luego, que, como me aperece, después no hay quien me mueva. Esa gallega, no creas que si dejo todo tal y como está, viene ella y lo quita. ¡Ca! ¡Ni mucho menos! Ella nada más viene de señorita; hace como que se pone a hacer, colgando remilgos por las paredes. Aunque bien es verdad que la tiva y la vertedera, si ella no las hubiera barnizado estarían pochas en la huerta. Si no fuera por ella, no creas que yo andaba sacando todos estos aperios, porque el mi Honorino y su padre se conforman con poco; además, la plata ponse negra y me paso horas limpiándola. Nosotros dos comemos poquitín, como dos pardales; con unos garbancines y unas bercinas pasamos el invierno; ya no hacemos matanza, que nos dijo el médico que nos viene mal, y con unos frejolines pasamos el verano. La única grasa, dos tibornas pa cada uno por las mañanas, mojadas en la leche.
—¿Qué son tibornas? Aquí en León se usan muchas palabras que yo no he escuchado.
—¡Uoy, hijín! Precisamente somos los únicos que las comemos. Los que las han probado dicen que les repugnan y les hacen provocar. Pues son unas tostas untadas con aceite puro de oliva. Nos las enseñó a hacer un pastor extremeño que tuvimos hace veinte años, antes de vender el rebaño y la quesería. Llegamos a tener tres mil ovejas, pero era mucho trabajo y las fuimos dejando cuando Honorino terminó la carrera en Salamanca, que el Colegio Fray Luis de León nos salía muy caro, y los libros, y todo. A pesar de que salió muy buen estudiante, nunca le dieron beca porque decían que éramos ricos. ¡Coña! Que nosotros nos reventábamos. De nuestro tiempo, pocos quedaron sin darle estudios a los hijos; con muchos sacrificios de los padres, claro, no por la ayuda del gobierno, que ningún gobierno ha habido que se acuerde de esta provincia. Menos mal que, eso sí, siempre tuvimos buena salud, y la salud no se paga con todo el tíbar del mundo.
Pablo se había visto obligado a no interrumplirla dejando que terminara su retahíla.
—En Málaga, las tibornas se llaman tostadas. Cuando llegue le diré a mi madre que les envíe una lata de aceite virgen para que lo prueben, porque el puro se obtiene mezclando virgen y refinado y sufre procesos químicos.
El viejo Honorino, pestañeando constantemente, escuchaba atentísimo la conversación de su mujer con Pablo. Exclamó:
—¡Cuoño! ¡Mira pa-hí! ¿Entonces el aceite puro es de peor «caledad» que el aceite virgen? Parece que, como es puro…
—Naturalmente. El virgen se obtiene al prensar la aceituna; es como si dijéramos el zumo natural. El aceite puro es de fábrica, y vaya usted a saber lo que le hacen.
El viejo Honorino movía los labios sin darse cuenta, a medida que Pablo hablaba. Replicó:
—No te andes molestando en mandar nada, hombre. En León hay un ultramarinos que vende de todo. Dejará de haber allí. Ya lo probaremos.
Pablo, solícito, contestó:
—No va a ser molestia ninguna. Mis abuelos maternos son de Periana y tienen olivos. De su cosecha reservan en la almazara, antes de venderlo, unas cuantas latas para todo el año, y siempre sobra. Mi madre hace muchos regalos de aceite a los amigos.
—Bueno, si es así…
Domitila subía jadeante hacia la puerta, ligeramente encorvada con dos cestos de mimbre llenos de cacharros. Pablo se apresuró a ayudarla. Ella asió fuertemente las asas contoneándose:
—¡Quita pa-llá! Vete a sentarte y reposa la comida.
Finalista del premio Planeta, nada meno...
Se dice que es imposible ganar el premio Planeta porque tiene nombres y apellidos de antemano; que a lo máximo que se puede aspirar es a ser finalista.
Al menos es lo que he leído/oído.
A ver si luego en un rato me pongo al día con tu novela.
Sí. @dresden3, estás en lo cierto. Yo, entonces, era más ingenuo y por eso presenté mi novela. No sabía lo que después vi con mis propios ojos en la cena del fallo en un hotel de Barcelona. Quedé desolado y desilusionado cuando estaba reunido el jurado para deliberar y votar al ganador. Yo vi detrás de un biombo por una rendija en un apartado del hotel, cuando estaban maquillando a la periodista que iba a salir por TV cuando más tarde anunciaran el resultado de la votación que estaba estudiando en unas fichas de papel la vida y obra del futuro ganador. Me perecía que estaba soñando. No me lo podía creer. Un buen rato antes de la deliberación del jurado yo ya sabía quién iba a ser el ganador. Creo recordar que éramos diez finalistas de las 400 novelas presentadas. Durante la cena, cada diez o doce minutos, salía un miembro del jurado y anunciaba qué novela de las finalistas había sido eliminada --toda una pantomima-- hasta que al final se encendieron todas las luces de las cámaras de televisión y apareció el ganador por la puerta de la gran sala del brazo de la Ministra de Cultura ( https://es.wikipedia.org/wiki/Carmen_Alborch )con el dueño de la Editorial Planeta al que acompañaban unas azafatas vestidas de rojo en entrada triunfal saludando sonrientes como los artistas de Hollywood - Los finalistas estábamos en una mesa invitados a la cena, pero el ganador y la ministra no estaban en la cena sino en otro lugar de hotel. Y concluyó con apoteosis de fiesta de fotos y flashes. Sentí una impotencia y una vergüenza ajena imponente. Bueno, se me olvidaba decirte que el ganador fue Mario Vargas Llosa con una novela bastante mediocre, que visto lo visto ya dudo de que la escribiera él.
WoW! Menudo nivel todo eso que me cuentas!
Entiendo perfectamente lo que quieres decir y aunque a ti no te sirva de consuelo, para el resto de los mortales, que ni siquiera veremos aquello ni de refilón, haber llegado donde tú llegaste sería una experiencia increíble.
Y menudo oponente tenías, el mismísimo Vargas Llosa. Qué fuerte!
Eres la hostia, con perdón! :D
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