Capítulo 52. El Baco.

in #spanish8 years ago

52
No mostraba inquietud alguna la chica cuando llamó a la habitación de su padre y la encontró vacía; únicamente se resignó en la espera mientras desayunaba café con leche, mermelada, mantequilla y un panecillo tostado, hasta que su padre apareció con el paraguas nuevo en el comedor reservado para los clientes de la casa. Sin reprocharle lo más mínimo recobró su sonrisa de siempre diciendo:
—¿Dónde te has metido? Me decidí a tomar algo porque ya estaba teniendo hambre
—Termina pronto que nos vamos.
—¡Bueno, hombre! ¿A qué vienen estas prisas? Primero me tocó esperar a mí, y por turno riguroso, es a ti, al que te toca esperar ahora —esbozó Eva una sonrisa antes de tragar el bocado mientras observaba algo extraño en la forma de guiñar su padre medio ojo indefinidamente:
—¡Venga! Siéntate y toma un café con leche por lo menos, al tiempo que me cuentas dónde te has metido desde que te levantaste.
El padre atendía a la vez a dos asuntos: las palabras de Eva y la conversación con el Secretario Diocesano, de la que, entrecortado en sus pensamientos, trataba de concluir, sin saber cómo, algún argumento con el que disuadir a Eva de la boda; pero, sosegado, no encontraba resquicio por dónde abordar tan delicado tema:
—Pues... he estado merodeando por los alrededores y comprando este paraguas. ¡Vaya! ¡Estoy en la luna! No me he dado cuenta de que tú también podrías mojarte; iremos a comprar otro enseguida.
—No importa —masculló Eva terminando los últimos bocados—, me encanta cogerte del brazo y achucharme, como cuando era pequeña en Barcelona, contra mi papaíto.
Pletórico el padre, con un cariño infinito, le acarició la melena diciendo:
—¿Por qué serás tan preciosa?
—Evidentemente —sonrió Eva—, porque soy tu hija. ¿Recuerdas que me lo enseñaste a decir a los tres años? Adoro la lluvia porque nos obligará a caminar juntos bajo el mismo paraguas.
Se resquebrajó decidido
—Al hospital psiquiátrico iremos en coche; tendremos tiempo después para dar un paseo.
—¿Qué dices?
—Sí, sí. Has oído bien: ¡Al hospital psiquiátrico! No para internarnos sino para hacer una visita.
—¡Vamos a ver! Cuéntame. Siéntate y cuéntame de qué se trata.
—Será mejor en el coche. No sé por qué, me inspiro mejor mirando la calzada mientras conduzco: te lo iré contando mientras llegamos. Anda, vamos.
¿Cómo que qué? —tirándole de la gabardina lo obligó a sentarse.
—Te vas a llevar un disgusto. Para ti es una mala noticia.
—¡Venga, que me estás impacientando demasiado!
El padre le tomó una mano:
—El Vasco, como tú lo llamas, te ha mentido; lo que pasa es que se siente avergonzado y no tendría por qué. Su madre está loca y su tío, no es que sea tío. ¡Es su verdadero padre!
Se desplomó Eva en su fuero más íntimo recordando en segundos todas las conversaciones al respecto:
—Es imposible que me haya mentido, se lo habría notado. El que le ha mentido, sin duda, ha sido su tío; bueno, su padre, mejor dicho.
— Yo no lo creo. Ya te dije una vez que los curas son curas pero no mienten; lo más que hacen son restricciones mentales, como ellos llaman; es un sello indeleble que llevan grabado en sus corazones. O mejor, si quieres, no mentir supone para ellos el verdadero patrimonio en el que se apoyan para sus conquistas, por eso tienen éxito; y a la postre, todo el mundo les perdona los pequeños fracasos e incluso los grandes. No todos los sobrinos de los curas son sus hijos naturales, pero todos los que han tenido hijos pasan por tíos ante la gente si habitan en el mismo hogar.
—Me has dejado de granito. Vamos al psiquiátrico —se apresuró Eva en dos frases.
—De cuarcita me quedé yo cuando me lo contó el secretario diocesano, pensando, sobre todo, en el disgusto que te llevarías.
Atravesaron la ciudad llena de semáforos sin apenas palabras. Eva, hundida, en el asiento confortable mirando a la derecha pero sin ver a nadie.
La entrada del manicomio se asemejaba a un campo de rastrojos donde no hay pájaros que picoteen las espigas. En el aparcamiento con letrero: «sólo para médicos», dos coches; en el de enfrente, únicamente el suyo.
Detrás de un mostrador de la recepción una enfermera asomaba la cabeza. A lo lejos, un quejido de animal enjaulado. A Eva se le encogió el alma. El padre no se impresionó absolutamente nada:
—¿Podríamos visitar a una enferma?
—¿De quién se trata? —respondió la señorita de la cofia blanca.
—Se llama Itziar Marculeta Etxeverría.
—Me temo que no va a ser posible; no obstante llamaré al médico de guardia. Hoy, Nochebuena, no hay ningún psiquiatra; y hasta el día veintiséis no vienen. —Pues... ¿No dice que se encuentra uno de guardia?
—Pero no es psiquiatra y esa enferma nunca está tranquila. ¿Son ustedes familiares?
Se adelantó el padre, porque Eva no podía decir nada:
—No exactamente; bueno, algo nos toca. Ya le explicaremos al médico. Haga el favor de llamarlo.
Quedó cortada la enfermera:
—¡Miren! Pasen al fondo. Al lado de la sala de espera ya verán un letrero: «Médico de Guardia».
Las pisadas brillantes, casi resbaladizas, rompían el silencio por el pasillo ancho. A Eva le palpitaba el corazón muy deprisa. Se adelantó otra vez el padre a llamar a la puerta porque Eva no podía sacar las manos de los bolsillos de la trenca.
—Marculeta...Etxe...verría. Aquí está, —el médico leía en voz alta consultando el fichero de las historias clínicas—. Viniendo desde Málaga y tratándose de la futura nuera, les permitiré que la vean desde lejos, porque responde con agresividad. Estando yo de guardia se hizo una herida, y al intentar curarla, se tiraba a morderme; y la tuve que dejar por imposible hasta que llegó el psiquiatra doctor Lakunza, que es con el que muestra confianza. Si vienen ustedes pasado mañana, él les podrá informar mejor de su enfermedad. Yo, lo único que puedo hacer es leerles la historia, pero no siendo médicos, no van a entender casi nada. ¿Ven? —leía el cartapacio—. Aquí dice: «Neurosis traumática por deprivación... Afasia irreversible, por lo que no se puede practicar psicoanálisis... Conducta agresiva...» ¡Bah! Ya les digo: mejor que vengan pasado mañana, —quería desentenderse y evitar responsabilidades.
Eva y su padre se apostaron tenaces en la espera, ya que antes les había asegurado que la podrían ver desde lejos; y el médico seguía leyendo con los folios cara a la luz de la ventana inclinando la cabeza cuarenta y cinco grados al mismo tiempo que comentaba los datos:
—Hace dos años, por las fechas que constan en el informe, vino un hombre a visitarla, pero no quiso identificarse; y la dirección del Hospital no consintió la visita. Nunca más ha vuelto.
Sin atreverse a decirles que se despidieran, en el folio siguiente leyó:
—«Responde al nombre con la mirada...» —se rindió el galeno—. ¡Vengan! ¡Pasen conmigo, que estará sentada donde siempre!
La calefacción se hacía insoportable y el padre se quitó la gabardina. El médico los condujo al pasillo cerrado con grandes cristaleras que daban al jardín con una fuente de chorro constante. El médico delante, no avanzaron más de un metro de la puerta. La madre del Vasco, de espaldas, sentada en una silla de madera negra, con albornoz blanco, acunaba en su regazo un muñeco que nadie podía arrebatarle. El médico gritó sin desparpajo:
—¡Itziar…!
La madre del vasco, volvió bruscamente la cabeza despelujada, con restos de una trenza larga que no se dejaba cortar; abrió la boca dibujando tres arrugas largas y profundas en cada comisura y enseñó los dientes. Lentamente volvió la atención a su cachorro y lo tapó con mimo. A Eva se le clavó aquella estampa en el área diecisiete de su cerebro. Las pulsaciones se le dispararon.

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