Baco, novela. (Cap. 31 y 32)

in #spanish8 years ago

http://www.jgcastrillo.com/2016/08/el-baco-cap-30-31-32-33-34-35-36-37-38.html

31
(Beethoven. «Sonata No 5, violín y piano»)
Miraba a hurtadillas en torno y, bamboleando la gran cartera negra de cuero, como con disimulo, gesticulaba con la mano izquierda. Roberto lo escuchaba sorprendido y sonriente. Al llegar al primer escalón superior de la escalinata se detuvieron, y el monólogo se sucedió durante más de una hora. Salían de la primera reunión del claustro del Instituto adonde habían llegado nuevos después del concurso de traslados, reunión celebrada una vez concluida la lección inaugural del curso académico 1982-l983.
Jaime era un cincuentón bien conservado, algo cano y una mirada indefinida; de aspecto impecable, como si tuviera por esposa una marmota educada y dócil, pendiente de su marido hasta en la última mota de polvo en sus zapatos, que parecían de cristal.
El habla pausada, con cadencias larguísimas al terminar cada frase, y carcajadas amplias aunque no estentóreas, parecía lo más notorio y observable en aquel cambio de impresiones.
Roberto escuchaba con mucha atención:
—...Este pájaro es un embustero. ¿A quién se le puede ocurrir, sino a un fascista semejante, decir que hará cumplir las leyes? Su ley es la única: la de la represión. Está acostumbrado a no dejar hablar a nadie. Ya has visto: en la reunión solamente se ha oído su voz. Dice que un claustro no es una asamblea donde más participan los que más gritan o más cualidades oratorias muestran. Pues, ¿habráse visto zopenco mayor? Este pajarraco es el lameculos número uno del Delegado de Educación y de los inspectores. El otro día lo vi en un restaurante de la costa, cenando con el Inspector Jefe, urdiendo alguna de las suyas, seguramente. El año pasado, reprimió, el cabrón, una huelga legítima, y cuando se desbordó el alumnado... Te contaré desde el principio: los alumnos de tercero plantearon muy seriamente sus reivindicaciones estudiantiles, organizaron una sentada delante del Instituto y decidieron cortar la circulación de la avenida, con lo que demostraron gran madurez en sus planteamientos y alto sentido de responsabilidad. El ambiente se puso al rojo... ¿Tú crees que podían consentir la subida de las tasas de matriculación un diecisiete por ciento? Otro motivo de la protesta fue aquello de... ¿qué fue? —se preguntaba—. ¡Ah!, sí, que no dejaron matricularse de C.O.U. con matrícula condicional a los que hubieran suspendido alguna asignatura de tercero. ¡Los burócratas de la administración son la leche! Ya llegará el día en que se van a meter los bolígrafos por donde les quepan. No tienen programa; eso es lo que les falta: programa de gobierno, objetivos políticos. Lo único que los une es el afán de poder. ¡Herederos del franquismo! Pero, si todavía no se han quitado las camisas azules. Pues, lo que te iba contando es que en lo más interesante de las exigencias de los alumnos, a ese cerdo director…

32
(Leopold Mozart. «Sinfonía de los Juguetes»)
—¡Sóooo! ¡Múuula! —alargaba el herrero las vocales.
Sin bajarse, los arrebató en volandas a cada uno por un brazo, los cinco y seis últimos pasos de la trotonería.
—¡Hale, chicos! ¡Ehle, Ehle, que traigo jureles!
Una sonrisilla se les despegaba a los hermanitos, que se sentaron en los taburetes, callados y quietecitos hasta que sus padres desembalaron los aperos y un enigmático paquete cuadrado, atado con hilo de bramante. Los jureles quedaron aliñados en poco tiempo y se dispusieron a degustar los pescados que ni al Piyayo y sus nietos les hubieran sabido tan exquisitos.
Andresillo sacaba trocitos de espinas de entre los dientes a velocidad de relámpago, sin pestañear, poniendo de vez en cuando los ojos en blanco. Emilito se manifestaba distraído con tal vaivén en su mente que no conseguía sosegarlo la quietud impuesta por la mirada paterna.
Cuando Emilio se decidió a abrir la caja de cartón envuelta y atada, una especie de cosquilleo emocionado embargó al niño mayor.
—¡No tocar! Esto es un despertador. Casi casi, ni se puede mirar. ¡Veinticinco duros! —decía el padre, con suprema autoridad.
Un silencio obscuro entenebrecía aquella minúscula cocina. El candil de carburo se apagó, pero no faltaron dos velones de repuesto para hacer la demostración y adiestrar a María en el manejo de las cuerdas y demás mandos del artilugio.
—¡Canta! —inquirió Emilio al reloj unos segundos antes de que tocase. Al despertar el aparato y sonar, quedaron atónitos con media sonrisa, mirando a su padre y al reloj sin decir palabra. Emilio no repitió la broma y se llevó el reloj a su alcoba.
Sonó tanto y tan bien aquel martillete que repiqueteaba entre las campanillas semiesféricas, que a Emilito le recorrían la columna vertebral escalofríos emocionados. Le hubiera gustado que su padre lo dispusiera otra vez para que tocara, o pasarse la noche, incluso, escuchando aquel repiqueteo.
No se atrevieron los niños más que a mirarlo y escuchar el incesante latido que marcaría el ritmo de la ontogenia de Emilito.
A los pocos días, el padre tendría que ausentarse para llevar unos encargos al pueblo vecino. Los dos niños acecharon cómo llenaba las alforjas de la mula con azadones, rejas de arado y otros enseres que había fabricado. La madre se perdía en el camino del río con una cesta llena de ropa sobre la cabeza y una tabla de lavar bajo un balde de zinc en las manos.

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