El guiño del diablo
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Él tenía que obtener dinero de alguna manera, y no se le hizo tan complicado recibir ofertas. Trabajar de detective para la policía de una metrópolis de más de millón y medio de habitantes te lleva a tener conexiones en toda clase de círculos, y esto, cómo no, para un hombre con sus cualidades era una bendición y una maldición. Había resuelto casos para banqueros, abogados y políticos, ganándose la enemistad de narcotraficantes, asesinos, emigrantes ilegales y prostitutas, algunas veces a la inversa. Cómo no conocerlo, si hizo lo que no había hecho nadie: se metió con Satanás y logró salirse del meollo. Lo llamaban El Terror Del Palacio, su nombre era Elliot D’abour.
Años antes del inicio de esta narración, cuando D’abour siquiera se planteaba ser detective, en Nueva York se estaban cocinando, a fuego lento, cambios en la jerarquía de mando de los bajos mundos. En barrios, como Bronx, los enfrentamientos entre bandas de narcotraficantes se iban haciendo cada vez más frecuentes, pero había una que, según cuentan los registros, parecía estar ganando terreno cada vez a mayor velocidad, haciéndose dueños de los monopolios de la droga –laboratorios, plantaciones, puntos clave de reunión, esquinas para vender y hasta de los dealers– tumbando de sus puestos a quiénes sean que estuviesen allí antes. Esa banda, El Palacio, tuvo un crecimiento anormalmente veloz: parecían estar mejor organizados, financiados y entrenados que cualquier otra banda, incluso entre ésas que ya parecían ser instituciones públicas inamovibles del tejido social. Así agarrasen a uno de sus miembros y se le sometiera a dolores y tratamientos más allá de los límites de la ley –porque tarde o temprano se llegó a esa necesidad– el palacero permanecía en total silencio. Era así: existía un hermetismo casi místico en El Palacio.
Escalaban y escalaban, y la cosa preocupaba cada vez más. Hechos insólitos como políticos con postura antidroga siendo perseguidos o de periodistas secuestrados por la banda hablaban perfectamente sobre cuán ambiciosos eran, pero se desconocía qué límites iban a ser capaces de cruzar.
Una noche, una anciana fue asesinada por un palacero en el Bronx, y se conocía el nombre del asesino y hasta de las conexiones cercanas que tenía… pero nadie, ni la policía, se atrevió a hacer nada. Como la mala hierba, la influencia de los palaceros se introducía en cada estrato de la sociedad. Se veían casos en que asesinos eran procesados y encerrados luego de cometer un crimen, pero dos semanas después eran avistados caminando por la urbe. El temor de no saber quién estaba corrompido y quién no azotaba a los funcionarios policiales: casos no resueltos de persecución y asesinato a policías que se atrevían a atentar contra El Palacio eran cosa frecuente. Ellos tenían el poder: en cinco años monopolizaron el mercado de drogas y de sicariato y las fuerzas del orden quedaron reducidas a la incapacidad de acción.
En Clover, una ciudad de Carolina del Sur, se iba gestando el inicio del final. Un joven D’Abour, de 25 años, había iniciado su etapa como detective, y las cosas empezaron a cambiar en su ciudad. Lo llamaban, ya para ese entonces, “El hombre sin miedos”, porque se enfrentaba sin titubeos a los criminales y mafias más poderosas del estado. Su capacidad de deducción, sus incisivas formas de llegar a lo más profundo de un caso y sus casi míticas facultades para prever movimientos parecían sacadas de un libro de Sir Arthur Conan Doyle. Sus logros hicieron eco, y él recibió una llamada desde arriba, una petición. Y así fue como Elliot D’Abour llegó a Nueva York
La situación, que hacía de las veces de que todo estaba normal, era realmente grave. La policía intentaba mantener ánimos altos, fingir que la verdad era todo menos verdad y continuar con la vida –para así poder mantenerla–, pero D’Abour no podía permitirlo. El ministro de Justicia llamó directamente al detective, mientras aún estaba en Clover, y las órdenes fueron claras: eliminar a los corruptos, restaurar el orden y cortar la cabeza de la serpiente; las peticiones de D’Abour fueron, así mismo, claras también: recursos ilimitados, mis padres fuera del continente y protección personal garantizada para él y para ellos. “Hecho”, y D’Abour inició las tareas.
Eliminar a los corruptos: primero, D’Abour se encargó de estudiar el comportamiento de los funcionarios para así captar conejillos de India. El mundo se dividía en tres, según D’Abour, los corruptos, los asustados y los buenos, y él sabía que la masa de asustados, si se sumaba a la de los buenos, iba a ser siempre mayor que la de corruptos. Entre los potenciales corruptos difundió, de forma discreta y con el apoyo de funcionarios que actuarían como voceros, que él, en persona, iba a realizar investigaciones de campo en distintos sitios de la ciudad. Se encargó de establecer razones lógicas y de brindar un sitio distinto a cada corrupto potencial. Solo le tocaba establecer vigilancia en cada sitio y recoger los frutos.
Primer resultado: El Palacio era avistado en 1 de cada 10 sitios anunciados, y a D’Abour le brillaban los ojos de euforia. Empezó a cortar cabezas: los corruptos confirmados iban directo a las rejas del propio centro policial para evitar juicios poco fructíferos, pues estaba claro que habían jueces cómplices. Los asustados, al ver cómo habían salidos las cosas, acabaron perdiendo el miedo y delataron a cada funcionario corrupto de la policía.
D’Abour sabía que no todos los corruptos podían ser tan herméticos como lo afirmaban por las calles: son hombres y el hombre se caga en los pantalones si le amenazas donde le duele. Probó con embriagarlos, amenazarlos, presionarlos y hasta tratarlos bonito: D’Abour era un mago de la interrogación. Y terminaron soplando.
Con la presencia de periodistas y abogados, escucharon el testimonio de los confesores. La primera ficha del dominó cayó y tumbó a las demás: empezó la persecución de malhechores y a cada malhechor se le presionó para que delatase al siguiente. Se negoció con el que se tuvo que negociar y se le cedieron libertados a quienes correspondiese. Banqueros, políticos, abogados, empresarios, deportistas, pequeños comerciantes y hasta artistas estaban ligados a El Palacio, y tenía por fin los nombres de la mayoría. Restaurar el orden: cumplido.
Tenía el nombre de la cabeza, un hombre invisible para el mundo pero que movía sus cuerdas: Xian Whu, que parecía no ser chino. Rodearon la casa de Xian Whu con francotiradores y equipos de asalto. Se prepararon para la guerra, y guerra tuvieron, pero no duró tanto: luego de la primera rencilla y de los primeros 20 derramamientos de sangre, Xian Whu, que resulta que algo de chino si tenía, ordenó bajar las armas y se entregó. Había terminado por fin el ciclo de El Palacio.
20 años pasaron, y D’Abour era una leyenda viviente de las calles de Nueva York. Formó una familia y se estableció en la ciudad. Satanás sabe siempre encontrar las rendijas en la armadura, y enfermó a la mujer de D’Abour y a sus hijas de una rara enfermedad. Estaba jodido, pues su sueldo y ahorros de toda la vida se le esfumaban en tratamientos poco eficientes. Necesitaba dinero, y le llegó una nota.
El Diablo le guiñaba el ojo. D’Abour postergó la invitación que se le ofrecía, lo hizo por 6 meses. Hipotecó su casa, vendió autos, muebles y baratijas. Su familia vivía ya en el hospital, ya ni podían regresar a su casa. Y más notas llegaban a D’Abour: por correo, en su oficina, en su casa… y terminó ir a ver qué carajos quería de él el Diablo.
Xian lo esperaba en una cárcel de máxima seguridad. Siempre sereno, esposado a las sillas, recibió con una sonrisa al hombre sin miedos. Con un inglés impecable que confirmaba que lo único chino en él era el nombre y los rasgos, Xian le hizo una oferta al caballero de Nueva York. Y el caballero de Nueva York comprendió que lo que logró hace 20 años había sido, simple y llano, tocar solo la punta del iceberg. El palacio había vuelto, y parecía nunca haberse ido. Y al detective le tocó elegir.
¿Te entregarías al Diablo si te promete el cielo?
Continuará…