Amores accidentados (2): La salida del clóset
Caminar por los laberintos de un barrio caraqueño te pone a latir el corazón a una velocidad de 40 “Padre Nuestro” por minuto. Haces una tregua con tu ateísmo y te afilias a todas las religiones que ofrezcan protección contra malandros. De repente recuerdas cómo persignarte, cómo rezar y hasta el orden en el que estaban sentados los apóstoles en el cuadro de “La última cena”.
“Pedro”. Inhalo. “Jacobo”. Exhalo. “Juan”. Inhalo. “Andrés”. Exhalo. “Felipe”. Hiperventilo. Todavía me falta cruzar un buen trecho antes de llegar al rancho de tres plantas que me anotaron en la dirección. La coreografía es la misma de siempre: por cada cinco pasos que doy, debo voltear la cabeza. No puedo permitir que nadie me siga, y menos si cargo un Play Station en el bolso.
“Bartolomé”. Suspiro.“Mateo”. Transpiro. “Tomás”. Vuelvo a suspirar, esta vez por el cansancio. Quedan todavía como cincuenta escaleras hacia arriba. La mirada de los habitantes del barrio pesa, saben que no soy de la zona. Yo trato de no demostrar miedo y como siempre, me meto en personaje. Ceño fruncido, caminar de piernas ligeramente abiertas, puños cerrados y actitud de estrella de reggaetón emergente. Yo solo esperaba que la fachada me sirviera para despistar.
“Jacobo”. Apuro el paso. “Simón”. Me freno. Justo cuando llego a otro de los laberintos del barrio, en toda la esquina, siento que me halan del bolso.
-¿Pa’ dónde vas, fresa? Tú no eres de aquí- alcancé a escuchar, con los ojos cerrados y sin querer voltear.
-A casa de Armando, mano- contesté de una.
-¿Armando Ramírez?¿Ramirito? Pero te estás metiendo mal, chamo.
-¡Coño! Gracias, pana. ¿Pa’ dónde agarro?
-Es un pelo más arriba de la parada de “yises”. Pregunta por el abasto de Alexander. El rancho que queda al lado.
-Gracias, mano.
-Mira. Portame un cigarro ahí, pues.
Saqué un Belmont que por casualidad cargaba en el bolsillo, y se lo di.
-Gracias, fresa. Mosca por acá- me advirtió cuando sacó el yesquero.
-Plomo.
Eso era lo que menos quería encontrarme en el camino: “plomo”. Desde hace un buen rato los caraqueños lo usamos como sinónimo de “entendido”, tal vez por la fuerza con la que las balas le marcan el ritmo a nuestra vida, o muerte, en la ciudad en la que te puede atravesar una por sorpresa o con intención. Las balas son comas sueltas al aire, que pueden convertirse en punto final. Ojalá estuviera exagerando.
Llegué a un portón oxidado. Mientras se abría quedaba al descubierto un susto de cuatro patas. Un perro me tenía amenazado con sus colmillos desnudos. Su gruñido me retumbaba en las piernas, que ya estaban temblando a 7.3 en la escala de Richter. Su hocico estaba apuntándole a la cabeza de mi miedo, lo olía a metros. El miedo es lo más producido en Venezuela, eso, y la energía eólica que generan las mentadas de madre en contra del gobierno.
El mestizo de pastor alemán me disparó un ladrido y una voz de mando lo calmó. “Sultán, quédate quieto”. La bestia se volvió dócil. Armando entró a escena sin camisa y en boxer. No es para nada sexy, si es lo que están pensando. Está tan escoñetado que uno no sabe si saludarlo o prenderle una vela.
-Coño, Iván. Me hubieses avisado y te bajo a buscar.
-Marico, tú no atiendes ese teléfono. Me vine directo porque creí que era cerca de la casa donde vivía mi abuela. Pero me eché tremenda perdida.
-Jajajaja ¿Trajiste el Play?
-Sí. Aquí lo cargo.
-Ya te transfiero. Chuito desde hace rato quiere un bicho de esos. Se lo voy a dar el sábado, que cumple años. Ese va a brincar en una pata.
Mi Play Station tiene más valor sentimental que monetario, pero necesitaba la plata. Ya en la casa hemos estado vendiendo algunas cosas para hacer mercado. La cadena de bautizo, los anillos de matrimonio de mis padres. Hacemos trueque de recuerdos por comida. Pero el Play Station tenía un valor especial para mí. Solo espero que el sobrinito de Armando sea la mitad de lo feliz que fui yo sumergido en esos mundos de fantasía en los que si tenía el control.
-Pasa, mano. Disculpa el desorden- me dijo Armando mientras se acomodaba el boxer.
Entré a la casa que me dio una cachetada de nostalgia. Las figuritas de porcelana remendadas con pega loca, el televisor culón que no funciona desde que sintonizaba RCTV, los muebles cubiertos con una sábana sobre la que de vez en cuando se sientan los fantasmas del pasado a recordar los buenos tiempos.
Sostuve un retrato de paletas de helado sin que nadie me diera permiso. Me hipnotizó la foto de una mujer hermosa que no disimulaba su encanto.
-Allí yo era una carajita- contestó una señora flaquísima, con una bata floreada, mientras abría la cortina que enmarcaba el cuarto del que estaba saliendo.
-Disculpe que agarré esto sin permiso- me excusé.
-Tía Miriam, él es Iván. El periodista del que te he hablado- remató Armando.
-Mucho gusto, hijo- y me estrechó su delgada mano.
Mientras sentía su calor, pude reconocer la misma mirada de la foto que estaba viendo.
-¿Esta es usted?
-Hace unos kilos atrás, mijo. Ni la diabetes ni la dieta de Maduro me perdonaron- contestó con el sarcasmo que ya llevamos en los genes, nuestro mecanismo de defensa. También habló con decepción. Se escuchó el suspiro de alguien que se arrepiente de haber votado por una revolución de ciencia ficción. Nos cambiaron los guiones. Ya no es una tragicomedia.
En el último año, el 64% de venezolanos perdió 11 kilos por falta de alimentos. A la señora Miriam la agarraron las estadísticas. Por eso perdió su identidad y su bautizo. Porque ya es solo un número que puede salir en las sección de Pensionados, en la de Sucesos o en los Obituarios.
Ella combate su incertidumbre con humor:
-Mijo, usted vino a visitarnos un buen día. ¿Oyó? Porque la comadre Silvia me regaló un aguacate y en la nevera tengo una carnita mechada con su arrocito. Le voy a deber las caraotas porque ya ese es un contorno de lujo y tampoco ha llegado el Clap- me invitó con una tímida sonrisa.
-Armando sabe que si me sobornan con comida, caigo- respondí.
La risa nos escoltó hasta el comedor, una sala amplia en la que se escuchaba el murmuro del bolero y de la salsa vieja. Sobre la mesa, forrada con un mantel blanco, había una mini escultura de “La Última Cena” y un velón atrofiado por el fuego. Comimos alrededor de esa mini fogata artificial.
-¿Vio lo de los muertos por una bomba lacrimógena en una discoteca? Eso hubiese pasado en “Mayami” y se olvidan del Mundial ese de fútbol. Pasó aquí, y el mundo: bien gracias- soltó indignada.
-En este país también escasea la capacidad de sorpresa- le dije.
-Y eso es grave.¿Oyó? Porque el que no se sorprende de nada, no sabe que está muerto en vida. Y pa muerto el machete de mi marido.
-TÍA MIRIAM- interrumpió Armando.
Reventamos en carcajadas. Sentíamos que nos conocíamos de todas la vida. Ya los venezolanos saltamos todos los protocolos para hacer amigos. Nos olvidamos del papeleo, las formalidades. Cada vez somos menos venezolanos en Venezuela. Y los que quedamos somos náufragos en una islas de inseguridades y amigos imaginarios que te repiten: “¿Y cuándo te vas?”
-¿Yo qué me voy a estar yendo de Venezuela?¿A esta edad? Ya nosotros hicimos vida, hijo. Usted váyase de este desastre que lo esperamos mas tarde para recoger el reguero.
-Mi mamá también me dijo que no me preocupara por ella, que ya ella vivió lo que tenía que vivir. Pero yo quiero una vejez digna para mis padres. Llevar a mi papá a visitar México y a mi mamá a un concierto privado de Carlos Ponce- contesté.
-Buenmoso, Carlos Ponce- suspiró Miriam.
-Sí- dijo Armando.
La señora Miriam vio a su sobrino con cara de pícara y luego continuó la conversación.
-¿Armandito te hace la carrera en mototaxi?
-Sí.
-¿Y son amigos?
-Sí.
Ya yo veía por dónde venía la señora Miriam.
-¿Y usted sabrá por qué Armandito me trajo solo dos novias a la casa y ya no?
-Buenos, señora Miriam. Porque ahorita salir con una muchacha es muy costoso y más si tú, por ser hombre, tienes que pagar las primeras citas.
-¿Y cómo hace usted?
-Soy gay- dije sin pensarlo demasiado.
Silencio durante cinco segundos. Armando me peló los ojos.
-Pero solo porque ser marico es más rentable en Venezuela- rematé.
La tía congeló sus expresiones por segundos y luego siguió su terca sonrisa.
-Por eso es que me caías tan bien desde el principio, Iván- dijo Miriam y volvió a sonreír.
La tía volteó la mirada hacía Armando, como quien dice: “confía en mí”. Armando la esquivó con un gesto de “ya tú lo sabes”. No dijeron ni una palabra y se entendieron. Fue la salida del closet más silenciosa de todas. Los dejé solos.
Subí un momento a la platabanda. Alcé la cabeza hacia el cielo y me respiré la llegada de la noche. El cielo todavía era una acuarela mezclada. Inhalé ese aire de barrio que viene cargado de olor a sancocho, plomo y nostalgia. Un viento que se vuelve un remolino de inseguridades, incertidumbres, depresiones y ansiedades. Un huracán llamado Venezuela. No sé si ya sea momento de cambiar este aire por el de Buenos Aires o si deba montarle cachos a Santiago León de Caracas con otro Santiago, uno más al sur. Pero solo por ahora.
Coño chamo escribes demasiado bien. De pana da gusto leer tus publicaciones, pero a la vez me queda como un gustito a envidia en la boca. Cosas locas de adolescente. Por favor no dejes de compartir tus artículos por acá nunca, porque me obligarías a leer El estímulo y me da flojera.
ivan por favor acuérdate de poner en tus publicaciones un link a tus artículos allá, para que el señor cheetah no se ponga nervioso y diga que es plagio
Para no escribir algo con tanta similitud que raye en el plagio, sólo diré: RT a este comentario.