El gnomo - Cuento

in #spanish6 years ago (edited)

Este es un cuento que escribí hace años, tratando de imitar la atmósfera y el estilo de las leyendas de Bécquer.


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Ahora que descanso bajo esta fresca sombras, la vista de ese sauce que se baña en el arroyo me ha traído a la mente una bella y triste historia que siempre he querido dejar por escrito. Por eso, que no os resulte extraño encontrarme en este solitario lugar aferrado a mi pluma, fiel compañera de viajes, rellenando mis escasos pergaminos. Sólo espero que el desaliño de mi letra, provocado por la aspereza del lugar, no os aleje de una historia que merece ser conocida.

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—Laurana, Laurana ¿dónde te escondiste?

Una voz grave y alegre se filtraba entre los troncos de los árboles e invadía la floresta. Era una voz que la ribera había escuchado durante largos años, unos gritos que se repetían casi de noche en noche.

—¿Laurana, estás en el río? Mira que dejo de buscarte.

La voz se acercaba poco a poco a un verde prado ribereño, iluminado, tan sólo, por la somnolienta luz de la luna. Una figurilla avanzaba lentamente sobre la hierba. Cuando llegó a la orilla de río se detuvo.

La tenue claridad mostró la pequeña figura de un gnomo, uno de esos espíritus del bosque tan difícil de encontrar.

De nariz larga y arqueada, y ojos hundidos como cuevas, era un hato de nudosos miembros que no levantaba más de cuatro palmos del suelo. Un ser nacido de la tierra, de rostro surcado por arrugas, que parecía tan antiguo como el mundo. O hubiera dado esa impresión si su cálida sonrisa no desprendiese tanta vitalidad. Su piel, a la luz mortecina de la luna, brillaba con un pálido tono grisáceo.

Se acercó silenciosamente a la orilla del río, y se dirigió a un pequeño estaque que se formaba entre unas rocas. Allí, la corriente casi se detenía por completo, y la superficie estaba cubierta de hojas verdes y nenúfares perfumados.

Sus ojos ya habían vislumbrado lo que buscaba. Una clara risa, se escapó del otro lado. Entre unos pequeños arbustos, alguien se movía.

En silencio, el duendecillo se acercó a la pequeña pequeña represa de piedras, y saltó de roca en roca con tanta agilidad que no llegó a levantar ondas en el agua. Cuando llegó al otro lado, antes de que a la brisa le diese tiempo ni a acariciar siquiera las hojas, apartó la maleza con un rápido ademán. Y allí halló, acurrucado, el objeto de su caza.

Una bella ninfa, hija del río, se encontraba acorralada contra el tronco de un árbol. Pies blancos y menudos, largo y delgado talle, larga cabellera dorada, como el trigo al sol... Y una mirada pura en sus ojos azules. Al verse descubierta, la risa escapó de su boca de fresa en un trinar sonoro.

—Eres una tramposa, sabes que no valía que vinieses a esconderte aquí, junto a tu padre.

Como única respuesta, entre risas, aquel ángel de gráciles formas intentó escapar con ligereza. Veloz, buscó algún hueco desprotegido por el cazador. Una tarea difícil, pues el gnomo era igual de rápido. Amagaban, iniciaban la carrera, se detenían... Sus risas se confundían en una hermosa escala que se perdía en espiral hacia el cielo.

Finalmente se detuvieron, extenuados, y en un pacto silencioso, se dejaron caer sobre la hierba húmeda del pradillo al que habían llegado. Tumbados, observaron las estrellas en silencio. Aunque el gnomo, en realidad, solo tenía ojos para ella.

—¿Oye, Alegre Bob, nunca te has puesto a pensar si alguien vive en las estrellas?

—¿Qué más da? Lo que importa es que nosotros estamos aquí.

Pero ella no le oía. Su mirada soñadora se perdía en la inmensidad del cosmos.

Durante unos instantes, sólo se escuchó la brisa, susurrante, hasta que ella rompió el silencio:

—Es tarde, debo volver

—¿Tan pronto?

—Mis hermanas me esperan.

La doncella se agachó y, con delicadeza, dio un dulce beso a Bob en su gris narizota. Luego corrió hasta el río y, con breves saltitos, desapareció entre las brumas que provocaba un pequeño salto de agua. El gnomo la observó alejarse, en silencio, con ojos enamorados.

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—Vamos, Alkan, le he dado, le he dado, ese venado no se va a escapar.

—Cuidado, señor, esta senda es peligrosa, los campesinos no se atreven a cruzar más allá de este símbolo de piedra. Dicen que elfos y duendes moran en estas oscuras sombras.

—Supercherías del vulgo, Alkan, sabes que los elfos partieron hace tiempo hacia tierras más allá del mar y los trasgos ya no se atreven a bajar de sus cuevas en las montañas.

—Pero está anocheciendo y os perderéis. La noche es tiempo de espíritus y demonios…

Pero Entan, el joven duque de la Marca Dorada, no se caracterizaba precisamente por su aprensión. Impaciente, viendo que su criado no tenía intención de seguirlo, espoleó su caballo.

—Quédate tú aquí, yo voy a cobrar mi presa. ¡Al duque Dorado nadie arrebata lo que es suyo, ni el bosque ni la noche!

Y el duque desapareció entre la espesura de la floresta desoyendo los gritos de su sirviente, que le siguía advirtiendo.

La bestia galopaba velozmente, como el viento, saltando la maleza, endemoniada, imbuida del coraje y la violencia juvenil de su amo. Entan apenas podía entrever el paisaje. La velocidad distorsionaba su visión, y la fuerza del viento le obligaba a inclinarse hacia delante. El mundo parecía desdibujarse a su alrededor.

Al cabo de un rato ya estaba perdido. Del venado no había rastro. Tiró de las riendas del caballo y, poco a poco se detuvo. En el silencio sólo se escuchaba el manso rumor de un arroyuelo.
-Maldita sea, la perdí.

Buscar esa pieza en tal laberinto de troncos y ramajes era imposible, y el Gran Duque desistió de sus esfuerzos. Sólo quería descansar y decidió dirigirse al curso de agua para refrescarse. Había anochecido. Hombre y animal avanzaban lentamente bajo la fantasmagórica claridad de la luna. El pequeño riachuelo apareció vibrante ante sus ojos. De un salto descendió, y guió a su montura hasta la orilla.

Tras remojar su rostro introdujo la mano en el riachuelo para beber, pero mientras lo hacía alzó los ojos y ante él encontró la más maravillosa visión que nunca hubiera visto: justo enfrente de él, sentada en el suelo sobre la hierba, se encontraba la dama más hermosa que jamás hubiera visto. Laurana había ido a peinarse en aquel riachuelo que solía emplear a modo de un acuoso espejo.

Como hechizado, Entan se acercó al borde de la corriente. ¿Quién era aquella hermosa criatura?, ¿cómo no había llegado a sus oídos la existencia de tal belleza? ¿Acaso tenía ante él la encarnación de Ledda, la diosa del amor?

De repente, el joven volvió de sus pensamientos. Ella lo había visto y se había levantado bruscamente. La muchacha se disponía en un principio a huir, temerosa, pero la curiosidad también la tenía anclada al suelo. Nunca había visto a nadie de tan armónicas formas. Su único amigo tenía un rostro áspero y gris, pero este noble ser tenía un cutis delicado y brillante, unos hermosos ojos verdes y una apuesta figura de la que emanaba fuerza y vigor.

Entar se fue acercando despacio, si hacer movimientos bruscos, como si se encontrase frente a un asustado animalillo acorralado.

—¡Espera, no te vayas!

Ella dudaba, de pie junto a la orilla. Veía como él se introducía en el torrente y se acercaba cada vez más a ella.

—No quiero hacerte ningún daño- Aquella voz profunda atraía a Laurana como un hechizo.

Él ya la había alcanzado. No había escapatoria. Lentamente su mano se dirigió hacia la de ella, y cuando se tocaron ella se estremeció.

—No te había visto nunca en mis tierras. ¿Cómo te llamas? ¿De donde vienes?

Ella no respondía, pero a él poco le importaba. Ya se había perdido en la profundidad de sus ojos. Alzó su mano y la besó delicadamente.

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La primavera había dejado paso al verano, todavía persistían algunas flores en el prado, pero la mayor parte había sucumbido. Ahora las criaturas buscaban durante el día el fresco refugio de las sombras y el bosque no cobraba actividad hasta el crepúsculo.

Aquella noche era especial. Era el cumpleaños de Laurana y Bob bajaba de su colina más alegre que de costumbre, con un hermoso ramo de flores tardías. Esas últimas semanas ella había estado muy distante, a veces parecía evitarlo, y ya no jugaban todos los días como antes. Pero esa noche ella no tendría ninguna excusa.

Inmerso en sus pensamientos, Bob caminaba por un sendero que discurría paralelo al río, y no se dio cuenta del caballo que se abalanzaba sobre él hasta que estuvo a pocos metros. Le dio tiempo a saltar a un lado, y el corcel siguió a galope tendido. El jinete ni había notado su presencia.

—¡Un intruso! —se dijo el gnomo. Y se decidió a seguirlo. Su amiga tendría que esperarlo. La seguridad del bosque era lo primero.

Con sus ágiles zancadas siguió el rastro del animal, cosa que no fue muy difícil. En poco tiempo había llegado a un vado rodeado por una amplia pradera. La luna era una finísima corteza blanquiazul y sólo las estrellas iluminaban la tierra como distantes luciérnagas.

Como una sombra, Bob avanzó lentamente fuera de la protección de la espesura. Allí estaba el caballo. Al poco vislumbró al jinete. Se encontraba de pie, en la orilla. Se trataba de un joven alto y apuesto y parecía aguardar algo.

El hombrecito se agachó en silencio y observó. Al poco unas risas familiares llegaron a sus oídos. De entre unos árboles surgió la figura de su amada ninfa que llegaba corriendo entre risas. No parecía darse cuenta del peligro que corría. ¡Tenía que avisarla! Se estaba acercando a aquel humano y no se daba cuenta… ¿O sí?

Bob había salido a la carrera para distraer al intruso pero lo que vio lo dejó tan atónito que poco a poco el ritmo de sus zancadas descendió hasta quedarse clavado en la tierra. Laurana no sólo se había dado cuenta de la presencia del caballero, sino que le gritaba y le hacía gestos mientras se acercaba a él, correteando sobre las aguas. Él la esperaba con los brazos abiertos. El gnomo cada vez entendía menos.

Sin embargo, cuando ella se abalanzó sobre él y sus rostros se fusionaron en un largo beso, Bob empezó a comprender…

El alma se le cayó a los pies. Una amalgama de sentimientos brotaron en su corazón y subieron en tromba hasta el cerebro.

—Laurana —musitó—, ¿cómo has podido?… Él no es de los nuestros. Yo…, yo te amo…

Pero, ya sabía, desde el primero momento, que no podía competir con la belleza de aquel joven de lejanas tierras. Si había alguien diferente en aquel lugar, ese era él.

Sin embargo, estas ideas duraron poco en su cabeza. Cuando contempló como la pareja se entrelazaba en un abrazo que los llevaba hasta el suelo, un ataque de celos le nubló la razón. ¡Ya sabía lo que ocurría! Él la había engañado… Ella, inocente, sólo había caído en sus garras. La ira creció en su interior hasta que todo lo empezó a ver teñido de un rojo furor.

Como un hambriento animal que se lanza sobre su presa, Bob cayó como una furia sobre Entar. Al joven, sorprendido, no le dio ni tiempo a desenvainar su espada antes de que la pequeña criatura lo hiriese en la cabeza con una piedra. Los golpes se sucedieron, veloces. El muchacho cayó de rodillas, trató, intútilmente, de defenderse en el suelo. Pero, en pocos segundos, yacía inmóvil.

Con la respiración agitada, Bob se miraba las manos, chorreantes de sangre… Estaba de pie, sobre el cuerpo sin vida del joven. Sus ojos volvían poco a poco a la realidad; parecía despertarse de un sueño. No parecía comprender.

Entonces se percató de su presencia. Laurana se encontraba a pocos pasos, inmóvil. Bob alzó la mirada, lentamente, recorriendo su figura. La había salvado… Estaban otra vez solos. Pero, cuando sus ojos se encontraron, se sobresaltó al descubrir el horror en el rostro de la ninfa. ¿Qué ocurría ahora?, ¿qué temía? ¿De qué tenía miedo? Entonces se dio cuenta: ¡lo temía a él!

—Laurana… —musitó, acercándose lentamente hacia ella—, ya no tienes nada que temer. Soy yo, Bob.

Por toda respuesta, ella dio un par de pasos hacia atrás, sin dejar de mirarlo con los ojos llenos de pavor. Él estiró el brazo hacia ella.

—No…, no… ¡Aléjate de mí!

La muchacha se giró rápidamente y empezó a correr. Al gnomo no le dio tiempo de agarrarla y ella desapareció entre la espesura. La escena que los árboles habían contemplado tantas veces se volvía a repetir. La hermosa ninfa se escondía del pequeño personaje. Pero esta vez era diferente. Ella corría presa del pánico. Sólo quería escapar de aquel ser demente que gritaba, a lo lejos, que ahora estarían juntos para siempre, que nunca más la separarían de su lado.

Como siempre sucedía, él le ganaba terreno. Era inevitable: terminaría encontrándola.

Con desesperación, en un último esfuerzo, Laurana corrió hacia el riachuelo. Y, con lágrimas en los ojos, suplicó a su padre, el Espíritu del Río que la ayudase a escapar de aquel monstruo que la perseguía.

Los ruegos de la joven despertaron al Río. Conmovido, quiso ayudarla, pero, en aquel bosque, no podía enfrentarse a otro espíritu sin provocar un gran mal. La única manera de ayudarla a huír significaría un gran sacrificio.

—Estoy dispuesta —le dijo la ninfa—. Aquí nunca más volveré a ser feliz.

Entonces, cuando Bob llegó al lugar, un fenómeno extraordinario tuvo lugar en aquel bosque. Justo en el momento en el que el gnomo daba un último salto para caer sobre ella, Laurana, sintió que sus pies se enraizaban y le brotaban las hojas de los dedos. Bob sólo llegó a tiempo de abrazar un madero. Laurana se había transformado en un hermoso sauce, en la rivera del río. Había sacrificado su forma humana para escapar de él.

Entonces Bob cayó a suelo. Poco a poco, lo comprendió todo. Y allí quedó sentado, en la ribera, sollozando, mirando al nuevo sauce. Y allí permaneció, inmóvil, velando al sauce, esa noche… y la siguiente, y la siguiente… Y así todo el verano, y el otoño… y ese año, y los sucesivos… Inmóvil junto al río…

Y dice la leyenda que sus nudosos miembros terminaron por echar raíces, y que su rugosa piel se transformó en corteza…; y que, finalmente, se convirtió en un pequeño nogal, un nogal que quedó frente a su amada para siempre, con las ramas extendidas hacia ella.


Autor: Javier Alcaraván (@iaberius)

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