El muelle austero. (ficción)
La brisa marina acariciaba mi espalda y las aguas del Egeo refrescaban mis severas extremidades, que estaban atadas al vaivén de lujosas naves. Con una entereza estoica, soportaba los pisotones de los nobles que se echaban a la mar, en especial de Alcístenes, ataviado con su túnica púrpura de lino con bordados de Susa y Persépolis, sus zapatos persas y sus alhajas criselefantinas. Yo, sin embargo, permanecía desnudo.
Pasaban los días, las semanas y los meses, y yo, contra viento y marea, seguía impasible pese a mis ataduras. Como de costumbre, Alcístenes caminaba por mi espalda con fausto, pues su bajel lo esperaba para pasar el rato en la mar. A mí, sin embargo, nadie me esperaba.
Al atardecer contemplaba la puesta de sol mientras era atado de nuevo a un barco que llegaba ocioso de su paseo de opulencia, y, sobre él, Alcístenes preocupadísimo por lo que cenar: quizás vianda de res o una lubina pescada en medio del dulce arte de no hacer nada. Yo, sin embargo, no iba a cenar.
La noche me sumía en la penumbra. Era el vigía marítimo de la vigía celeste: de la luna. Nos dedicábamos miradas de complicidad y compartíamos nuestras vivencias. Entretanto, las calles de Mileto dormían, y con ellas, sus despreocupados ciudadanos. Yo, como he dicho, seguía en vela.
De pronto, unas naves mucho más grandes que las que acostumbraba ver se acercaban a mí. Eran trirremes, muchas trirremes. A bordo de estas había hombres de apariencia temible. Tenían una armadura completa de metal, un escudo redondo de un metro de diámetro en su brazo izquierdo, y una lanza de gran tamaño en el derecho. Eran hoplitas espartanos.
Arribaban a mi lado y se adentraban rápidamente entre las geométricas calles de la ciudad corriendo por mi espalda. Con diligencia y sin piedad empezaron a tomar cada una de las casas de Mileto, cuyos habitantes eran ahora partícipes de un sueño intranquilo. Alcístenes, sin embargo, consciente del peligro, consiguió escabullirse y se escondió debajo de mí, entre mi pecho y el agua. Así, al cobijo de mis extremidades y mi cuerpo alargado, pasó la noche desapercibido de los hoplitas que seguían llegando a Mileto.
Al amanecer, el noble, exhausto por no haber podido dormir, bostezó y fue descubierto por un grupo de hoplitas que hacía guardia en el puerto. Al punto, fue apresado y arrastrado a la ciudad mientras gritaba desesperado: «¡No quiero ser un esclavo! ¡Quiero ser libre!». Yo, en cambio, ya era libre.