Kata/Ana

in #spanish6 years ago

Hola, amada comunidad de Steemit:

Estuve ausente por unos días debido a que sentí la necesidad de hacerme un cambio en la forma de pensar - esto me ocurre muy a menudo- para tratar de comprender todo lo que pasa en mi día a día y a lo cual tengo que buscarle una explicación para evitar sentir que estoy en el aire.

Hoy les traigo otro relato del libro La sociedad del Insilio titulado Kata/Ana. La protagonista de la historia trabaja en administración, es fanática del orden y es una perfeccionista sin remisión. Todo en su vida está en el sitio en el que debe ir... Hasta que un día pierde su agenda en un momento de distracción.

Kata/Ana


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...Thus, going on, we might say that space is that which
limits two portions of higher space from each other, and
that our space will generate the higher space by moving
in a direction not contained in itself...

The Fourth Dimension

C. H. Hinton

Todo empezó el día en que perdí mi agenda. Supe que la había perdido porque, cuando desperté esa mañana, noté que la puerta de mi habitación estaba unos sesenta centímetros por encima del piso. Contuve mi miedo y procuré que mi cara permaneciera impasible. Miré hacia el objeto más cercano: mi mesa de noche. Sobre ella, la lámpara de vidrio pintado, una edición bastante gastada de Doce cuentos peregrinos de la editorial Oveja negra y unas hojas recicladas con una traducción somera de la canción Anywhere is al griego. Después, miré hacia el otro lado. Al contrario de lo que me esperaba, la cortina de estampado de hojas autumnales colgaba como si la realidad no hubiese sido pervertida por el extravío de mis planes e ideas; así como los cuadros de acuarelas de colores y de escalas de gris que no se atreven a alcanzar el color sable.
Aun dudando del nuevo estado de las cosas, me levanté tan cuidadosamente como mi naturaleza brusca y ansiosa me lo permitía. La sábana cayó a un lado, como era lo usual. Mis pantuflas seguían en su sitio. Me calcé, y con temor de caer al piso –ahora bello techo de parqué- me puse en pie. Al abrir la puerta tuve que alzar las piernas de una forma incómoda para poder salir. La visión de la sala y la cocina del pequeño apartamento me hizo sentir una especie de desvanecimiento similar al mareo previo al desmayo o una falta de estabilidad provocada por un fuerte terremoto.

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El televisor estaba parado en la pared con la pantalla viendo al piso. El cable del enchufe se encontraba tenso mientras que el de la señal, por ser el doble de largo pudo colgar libremente de la pared a la que el televisor estaba próximo. El sofá violeta y la mesa ratona, en su competencia de quién alcanza el techo primero, se encontraban en una posición incómoda a medio camino entre el piso y la pared siendo estos el cateto opuesto y el cateto adyacente que protegen el ángulo que ambos muebles no serían capaces de alcanzar en esa posición. El DVD y el reproductor de música se dirigían al balcón -por un momento, pasó por mi mente la idea de que los géneros de música y cine que veo con frecuencia provocaron el desencanto y amargura que ambos aparatos intentan detener lanzándose al vacío- que, por suerte, seguía cerrado. Las piezas de ajedrez se encontraban dispersas por el piso y el techo de forma que los blancos se encuentran lejos de las fuentes de luz mientras que los negros se calientan a la luz del sol, el cual bostezaba recién nacido y levemente despierto. Los juegos de cartas de Tarot y Poker, quizás olvidando sus diferencias, se mezclaron de forma caprichosa: la Reina de espadas se alió con El Mago y el Emperador para gobernar este mundo según un único juicio. El Rey de copas se divorció de la que, por acuerdo parental, debía ser su compañera hasta la muerte, para correr a los brazos de la Sacerdotisa. El comodín y el Loco, al alinearse sus miradas, sonrieron con picardía secretamente guardada, llamaron a la Rueda de la Fortuna y avanzaron juntos hacia el balcón. La cocina empotrada luchaba rabiosa por no poder escapar de su encierro. El refrigerador escupía cubos de hielo compitiendo contra sí mismo para ver qué tan lejos podía atinar con su saliva congelada.

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Caminé hacia el balcón, con cuidado de no pisar al trío de rebeldes sin causa y a mis electrodomésticos suicidas para cerciorarme de que el mundo de afuera aún seguía las leyes de la naturaleza. Para mi consuelo, la lluvia caía hacia abajo, la luz del sol rebotaba contra las nubes grises retrasando así el mediodía y la gente tenía los pies sobre la tierra. Tomé un cordón de uno de mis zapatos e hice un nudo en los pomos de las puertas que dan al abismo del tercer piso para impedir el suicidio colectivo de mis cosas. Ya sin sentir tanto temor como al principio, caminé a paso rápido hacia el baño. Por suerte para mí, los elementos de aseo personal aún seguían en su sitio. Me duché más rápido de lo que lo había hecho en toda mi vida. Me lastimé los dientes y las encías al cepillarme. Con un sabor a hierro inundando el cielo de mi boca, salí a la cocina y tomé una rebanada de pan de sandwich y le unté mermelada de fresa. Debo admitir que sentí temor a que un cuchillo andante -o peor, volador- llegara a sentir deseos de atacarme. Desde luego, no preparé el café ya que mi paranoia me hizo visualizar un futuro en el que mi amada máquina calentaba el agua para proceder a escupirla en mi cara. En vez de abrir el grifo del lavaplatos para limpiar mi siniestra, tomé el paño de la cocina el cual quedó pegajoso y no tardó ni un minuto en atraer a una hormiga.
Cuando me disponía a salir, no encontré mis llaves colgadas del porta-llaves junto a la puerta. Ellas no estaban allí. Me puse de espaldas a la puerta y miré el mundo caótico en el que estaba atrapada. A mi mente vino el nombre del padre de Samsa. Una parte de mí -la mayor parte- está encantada con lo que ocurre mientras que la otra me ruega que grite por ayuda como sea, a pesar de que, en el fondo, tengo el presentimiento de que nadie me escuchará.
Un leve rumor de madera siendo arrastrada contra su voluntad me hizo girar la cabeza a mi izquierda. La pesada biblioteca de doce niveles y dos gavetas, herencia de mi madre y comprada por mi abuela, avanzó arrastrándose pesadamente; al principio centímetro a centímetro para luego permanecer quieta antes de escupir la gaveta inferior la cual aterrizó en el suelo con un ruido sordo. Con mis nervios a punto de rasgar la camisa de fuerza de mi voluntad y hacerme perder el control, me acerqué a la gaveta desechada. Por si eso no fuese lo más extraño ocurrido hasta el momento, el contenido de la gaveta no era otra cosa sino las piezas de un rompecabezas por demás bizarro ya que en vez de encontrar en la superficie que debe ser colocada boca arriba alguna imagen de un monumento o cuadro famoso, me encontré con piezas blancas y negras que formaban parte del centro del juego de construcción pero, no encontré ninguna perteneciente al borde de este.
Empecé a extraer las piezas separándolas por color. Sin darme cuenta, me senté en el piso como si fuese una niña pequeña y empecé a unir las piezas sin mezclar los colores. Fastidiada de la monotonía, uní una pieza negra con una blanca. Al hacerlo, la pieza blanca se volvió gris. Solté a la pareja recién casada debido al susto. Cuando me tranquilicé volví a tomar las piezas y proseguí con el emsamblado. Me di cuenta de que si uno una pieza negra con dos blancas, la primera de ellas se vuelve color gris concreto y, a medida que uno más blancas, la pieza adquiere el color de la mayoría. Ocurre exactamente lo mismo si uno una pieza blanca con nueve negras. El rumor de la madera sufriente por la presión del peso de los libros, papeles y figurillas de porcelana volvió a llamar mi atención. La biblioteca avanzó unos horribles dos metros y medio hacia mí. Me quedé congelada. Ni siquiera me atrevía a cerrar los ojos por temor a perder algún detalle de las circunstancias.

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Más tarde, ese día volví a intentar salir. El Comodín y el Loco se escabulleron entre las puertas del balcón. El televisor, ahora desenchufado, navegaba por las paredes con el cable de la señal como cordón umbilical. Las piezas de ajedrez se corretearon ente ellas hasta quedar exhaustas. Las bolas de billar, las canicas y la esfera armillar rodaron en todas direcciones sin chocar entre ellas. Ya estaba harta del pan con mermelada y me enfrenté al cuchillo, el fuego y la cocina. Con temor al regreso de la normalidad, cociné y serví mi retrasado almuerzo. El dolor de cabeza provocado por el hambre se fue aplacando hasta desaparecer por completo tras dos platos y medio de sopa de verduras.
El reloj analógico de numeración romana marcaba las cuatro con veintidós. Mi cálculo mental coincidía con el de mi amigo con manecillas. Las piezas del rompecabezas formaban un valle bicromático cuya vegetación se alternaba en blanco-negro, negro-blanco, blanco-negro-blanco, negro-blanco-negro, blanco-blanco-negro, negro-negro-blanco, para luego volver a la combinación inicial para empezar de nuevo.
Cansada por el día, decidí volver a mi cuarto. Cuando alcancé el pasillo noté que la puerta que lleva a él no estaba donde se suponía. Reconociendo la nueva situación en la que me encontraba, busqué la puerta a lo largo del pasillo. Cansada y esperando lo peor, alcé la mirada. La puerta, que había quedado mal cerrada., me permitía ver mi cama sin hacer, la ventana protegida por la cortina y los peones de ambos reinos saltando como niños sobre mi colchón.
Según mi antigua realidad, lo que hice a continuación fue descabellado pero se aplicaba perfectamente a las reglas de aquella en la que me encontraba: avancé a mi izquierda hasta ponerme de cara a la pared y, sin importarme el hecho de manchar la pared color verde pastel, di un paso sobre su superficie y avancé hacia adelante para apoyar mi segundo pie. Situada de forma paralela al piso, miré en derredor no sin sufrir cierto mareo. Proseguí con mi caminata hacia el techo y alcancé mi cuarto. No podía decir si había vuelto arriba o abajo o a un lado, pero sí me sentía segura. Por curiosidad miré detrás mío lo cual fue un error que lamenté enseguida: la sopa o lo que no había pasado de mi estómago ascendió por mi esófago y salió como el agua caliente de un geiser. Esperando que el contenido estomacal saliese por la puerta y aterrizase en el pasillo, la realidad me hizo ver que aún no había entendido las reglas de la gravedad entre una habitación y la otra. El vómito corrió por mi barbilla y mi cuello, manchando mi ropa hasta alcanzar el piso. Usé mi toalla de baño para limpiar mi cara primero y luego mi cuello. Me quite la ropa y lancé todo hacia una esquina. Eché a los peones de mi lecho. Me acosté y me cubrí con las sábanas de pies a cabeza como si la fibra tejida pudiera defenderme de lo que fuese a pasar mientras estuviese inconsciente.
El sueño fue incómodo. Sentí la cama vibrar cada vez que se trasladaba de un punto a otro de mi habitación. A las tres de la mañana, la puerta fue violentada por la biblioteca, la cual pateó la estructura de madera que separaba mi recinto personal del resto del apartamento. Su pie ancho casi penetraba la gravedad en la que me encontraba por lo que, cuando consiguiese entrar, la energía acumulada en conjunto con su peso propio y el añadido por su contenido, describiría un arco corto que al llegar al suelo patinaría hasta mi cama y transmitiría la energía hasta obligarla a ella y a mí a ponernos contra la pared de la ventana que da a la fachada del edificio. Me puse de pie rápidamente y me aparté de la trayectoria de la biblioteca.
Los cuadros de acuarelas escaparon del yugo de los clavos y vagaron a la deriva por las paredes, el techo y el piso. Algunos de ellos se fugaron por la puerta a través del espacio entre el marco y el mueble. Analizando mi nueva situación, inferí que mi habitación se había desplazado de tal forma que la entrada a esta quedó en el piso. La biblioteca, empecinada en su acoso, deseaba bajar al nivel en que me encontraba. Si rodaba unos centímetros más irrumpiría con violencia. Una pieza del rompecabezas cayó del espacio vacío correspondiente al segundo cajón. La biblioteca luchaba por entrar. Creo que casi la escuché gruñir. Ya frustrada, sacó su pie de mi umbral y prosiguió su camino. Corrí a la puerta y la cerré con seguro. La situación que ya era de por sí bastante irreal, tenía un velo onírico debido a la interrupción de mi sueño. Me escondí en mis sábanas antes de perder el juego del gato y el ratón con la depresión.
Ya hacia las siete con quince volví al mundo de los conscientes, me aparté de mi cama la cual estaba a medio camino entre la pared y el piso -ahora bello techo de parqué- arrastrándome hasta lo que para mí aún era el suelo sólido. Ya sin esperanzas de entender lo que pasaba ni de escapar a esa suerte caótica y kafkiana, decidí descolgar la cortina estampada de hojas de otoño para hacer jirones de tela con ella y hacer una horca improvisada en el único asidero disponible en el cuarto: el perchero del armario.
Al abrir las puertas de madera, un olor a vejo se fugó del interior del mueble. Descolgué toda mi ropa. Empecé a remover unos libros y revistas del fondo para colocarlos junto a la cama. Justo cuando iba terminando me tropecé con la Cuarta dimensión de C. H. Hinton. Pensé que sería una buena lectura para antes de morir. Cogí el libro y me senté en mi cama. A medida que leía empecé a recordar cuando lo compré, en cuál tienda lo encontré y cada pensamiento e idea que tuve debido a su lectura. Es bien sabido que el ser humano no puede abarcar cada rama del conocimiento, pero cada vez que volvía a curiosear entre sus páginas recordaba lo ignorante que soy de ciertas cosas.

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Menos enojada entonces, fui cayendo en una especie de sosiego narcótico que lentamente me incitó a ocupar un lugar de la cama que invado cuando no soy consciente de mis movimientos nocturnos. Antes de poder evitarlo, caí dormida pero sabía que estaba atrapada entre la inconsciencia y la vigilia. Las aves cantaban fuera, sus voces eran ahogadas por el claxon de los vehículos. Dentro de mi propio sueño encontré mi apartamento ahora convertido en cárcel. El cajón inferior de la biblioteca, que aún contenía las piezas del rompecabezas infinito, no parecía querer limitar su persecución al mundo de la vigilia. Mi yo del sueño se acercó a él y buscó algo entre las piezas. Para mi sorpresa, mi versión onírica pescó del mar de piezas mi agenda. No esperó ni un momento, presa de la emoción y la desesperación por recuperar su vida -es decir, la mía- abrió la agenda y descubrió, para horror de ambas, que todos mis planes, mis horarios y notas rápidas habían desaparecido. Palpé las hojas vacías con la palma de la mano. Como si las páginas blancas no fuesen sino un falso fondo que sólo un buen investigador o alguien bastante paranóico y desesperado podría descubrir.
Desperté a causa del horror vacui. Mi realidad había invadido mis sueños. Me senté en el colchón. No podía desembarazarme de la impotencia en que me hallaba sumida. Mi mirada reposó en el centro del armario. Con mi soñolienta atención perdida en los vericuetos, vino a mí el recuerdo lo último que hice la noche anterior al colapso del orden de mi universo.
Corrí desesperada hacia la puerta. La entrada a mi cuarto volvió a hacer de las suyas mientras dormía por lo que mi salida al pasillo fue más bien una caída libre por haber entrado a una gravedad diferente. Aterrizé con fuerza. Mis pies, mis manos y sus correspondientes articulaciones se resintieron. Durante el tiempo que permanecí en el suelo soportando el dolor, procuré retener la revelación en mi mente hasta poder recuperarme. Al intentar ponerme en pie noté que las palmas de mis manos y las plantas de pies palpitaban. Cuando me sostuve sobre estos últimos descubrí que el pie izquierdo no reaccionaba a mis órdenes. Apoyándome en las paredes, avancé hacia la sala.

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Para mi mayor descontento, si es que era posible ser importunada en mayor grado de alguna otra forma, el sofá ya había alcanzado el techo y miraba a la lámpara, creando así una sombra que alcanzaba la zona del techo correspondiente a la cocina. Parecía una persona sentada frente a una fogata y sumida en sus propias meditaciones. Levanté mi pierna y apoyé mi pie malherido en la pared. Gruñí de dolor al sostenerme en él para llevar mi pie derecho a su mismo nivel. Avancé sobre la pared pero, a medio camino antes de llegar al techo, no pude seguir renqueando por lo que no tuve más opción que arrastrarme hacia el sofá. Cuando llegué a él, me apoyé en mi rodilla derecha primero y después en la izquierda. Una vez estable sobre esas articulaciones removí los cojines del respaldo y de los asientos. Como lanzada desde la cubierta de un barco, mi agenda, tal y como la recordaba, reposaba en la base del asiento del sofá.
Entonces, tuve un momento flashback:
Estaba sentada en el sofá. Eran casi las dos de la madrugada y no podía ir a dormir sin acabar un episodio del documental de Eli Roth´s Horror History. En vez de estar espantada por todos los filmes que rememoraban los directores, productores y guionistas invitados, estaba feliz y a la vez hambrienta por ver todos esos trabajos del celuloide lo más pronto que pudiera. De repente tuve una llamada del trabajo. Era uno de mis compañeros del equipo de organización y métodos. Me llamó para avisar que surgió un imprevisto y que debíamos rehacer los planes de las próximas seis semanas. Como la líder designada del grupo, debía estar al tanto de todo y tener el ojo puesto en cada detalle del plan y tener planes de emergencia para solventar los imprevistos. Si había algún imprevisto con los planes de emergencia debíamos tener planes de emergencia para ellos. Tomé el espejo de la mesa del lado derecho del sofá: revisé mis canas prematuras, mis ojeras desprovistas del corrector del que dependo para proyectar la imagen de proactividad y orden que debo tener para ser más aceptada y creíble en el entorno laboral; la pretina del pantalón de la piyama colgaba de mi cintura como nunca antes lo había hecho. Tras afirmar que estaría al día siguiente en le trabajo con mi puntualidad habitual, colgué el teléfono, reacomodé los cojines y seguí viendo el documental. No recuerdo cuándo, en algún momento de la madrugada apagué el televisor y me fui a la cama.
Cansada, herida y aliviada, coloqué los cojines de regreso a su sitio en el sofá y me acosté sobre ellos. Abracé mi agenda como si se tratase de un animal de felpa que fuese a brindarme consuelo en el estado en el que me encontraba. Al principio, la ahogaba entre mis brazos y mi pecho. Con el paso de los segundos, la fuerza fue disminuyendo cuando pude mentalizar que ella ya no volvería a irse, al menos, no si no volvía a reincidir en el error de dejarla a un lado en vez de llevarla a su sitio. Antes de darme cuenta, me había quedado dormida.

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Desperté de forma natural al día siguiente: la luz del sol se filtró a través de las cortinas del balcón y le hizo saber a mi cuerpo que un nuevo día había empezado. Me senté cuando hube apartado el sueño de mi cara y pude ver que los electrodomésticos, los muebles, las puertas que daban a otras estancias y todo lo demás había vuelto a su sitio. Sentí paz por haber recuperado la normalidad. Pensé que, si el tiempo me lo permitía, podía llamar a la oficina y explicar -de una forma creíble, desde luego- la razón por la que falté a las reuniones en los últimos dos días.
Al mirarme en el espejo del baño descubrí que mi cara había sido marcada por los resortes del lomo de la agenda. Consideré seriamente buscar otro trabajo.


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En este relato puse la esencia de la cultura antagonista actual que sólo hace planes para obtener un beneficio inmediato, resultados que deriven en reconocimiento, status a costa de la salud mental y física de las personas que entran al sistema porque son entrenados para competir desde temprana edad. El extravío de la agenda no sólo representa la pérdida del orden deseado y promulgado sino que, tal vez, este orden o no existe realmente o no funciona para todos.

Gracias por leer

Sort:  

Hola bienvenida, de vuelta entiendo porque yo estuve ausente por meses, y hoy recién vuelvo, es necesario tomarse un tiempo siempre.

Gracias por leer @benedicto.
No todos los días me escribe un miembro de la orden de monjes más antigua del mundo occidental.
En verdad, en esta sociedad ya sea agonista o no, es estresante tener que atender todo lo relacionado con el trabajo, los estudios y encima, si eres ama de casa la tensión es casi insoportable.

Gracias por tu comentario tan gentil es un gusto leer tus publicaciones..

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