La fascinaciones de las máquinas de deseo

Sacrificio humano por los aztecas. Historia de las Indias (1579). Diego Duran.

A la elaboración idealizada de una proyección entrópica de la propia máquina se le llama fascinación. La fascinación de la maquina por la estática, por la dinámica, por los compartimientos, por los estratos, por los desplazamientos, por el orden, por las jerarquías, por la anarquía automática. Porque esa fascinación no proviene del exterior donde todo es caos y colapso sino del interior donde la propia máquina es capaz de gobernar su sentido. Sentido de producción, de depreciación, de ganancia y perdida, de reglas económicas. Máquina anarco-económica que entra en fascinación cuando las leyes se detienen pero también cuando se aceleran exponencialmente, de forma hipertélica. La fascinación, sin embargo, nunca dejará de ser sino una ilusión proyectiva, una interpretación volitiva de las fuerzas del deseo –entiéndase libido. La fascinación es la elaboración idealizada de lo insustancial: de frente a la fascinación tenemos la devaluación del sujeto que es incapaz de desprenderse de esas mismas fuerzas de deseo. A la elaboración devaluatoria de una proyección entrópica de la propia máquina se le llama también fascinación. La fascinación por la muerte, por el sacrificio, por el sexo, por el azar  en donde no hay dinámica ni estática; donde no hay comportamientos ni estratos, no hay desplazamiento ni orden, ni jerarquías y ciertamente no hay anarquía: hay nihilismo. El nihilismo de las culturas sociopolíticas de las máquinas deseantes de la actualidad: voracidad, rapacidad, exceso, destrucción y devastación. Las dos caras de la fascinación son la aórgica, ligada a su carácter geológico-económico y las leyes de la oferta y la demanda; y la orgánica ligada a su carácter reproductivo-genético cuya única ley es la satisfacción compulsiva de los procesos de elaboración objetiva de sustratos y potencias.

Ahora bien, en qué se traduce, en última instancia esa fascinación sino es en poder; el poder de las máquinas del deseo que es un poder brutal, poder sacrificial, poder caníbal, poder sobre el poderoso… Decía Heiner Müller que entre el vampirismo de los muertos y el canibalismo de los vivos prefería el canibalismo de los vivos. La RDA vivía a mediados de los setentas la fascinación idealizada del comunismo y la fascinación devaluada del capitalismo de Milton. Para Müller el vampirismo representado por una débil voluntad, carente de ferocidad, disimulada, condenada al anonimato era el estereotipo de las crisis europeas inglesas y francesas; mientras que la voluntad irrefrenable, la ferocidad psicopática y criticada mundialmente era representada por la URSS, por la Cuba de Castro, por la Alemania del Este, por las revoluciones comunistas asiáticas y las revoluciones islámicas del medio oriente. Müller vio el canibalismo de Thatcher y entendió, creo yo, con obras como Cuarteto, que las diferencias políticas no están supeditadas al contexto de la fantasía colectiva sino a la necesidad de poder. Saturación idealizada de la cultura pop por los vampiros; fascinación morbosa por los caníbales. El vampiro es idealizado, pero el caníbal o –o en su defecto el hombre desprovisto de todo deseo consciente, el zombi– es completamente devaluado, producto de una máquina de deseo rota, de un libido roto que busca cerebros y vísceras y opera de forma sucia y no con la sutileza del sofisticado vampiro aristocrático. Müller habla del canibalismo que obedece a leyes socioeconómicas equilibradas de la oferta y la demanda, a la pulsión masificada, histórica, accesibles en todos los sentidos a la bestialidad intransigente de la humanidad; mientras que entiende que el vampirismo pertenece a una clase marchita que sobrevive de un parasitismo socioeconómico que es incapaz de someterse a la voluntad de la masa o la manada salvaje, que genera sus propias leyes de producción y por lo tanto utiliza a la máquina no como generadora de deseos sino como piezas asténicas y llenas de la anhedonia de las clases condenadas a la miseria por designio de un poder superior que le ha conferido, al vampiro, el control histórico sobre la masa. Ve en el vampiro la decadencia de la sociedad industrial, mientras que en el caníbal la voluntad de poder y vida. Y entiende también, que no existe posición privilegiada que le permita escapar a tan macabra elección, de ahí que aun en las sociedades occidentales se proyecte esta analogía de forma cultural a un nivel masificado. La gente no desea a Wilson ni a Roosevelt; no quiere tampoco Stalin ni Mao Tsé Tun, quiere zombis, caníbales, vampiros que escapan a la política, a los valores sociales, a los límites socioeconómicos: la fantasía de un Hugo Chávez muerto no muerto; de un Castro como un fantasma isleño deambulando las ruinas de su revolución fracasada. 

La fascinación de la masa por los sacrificios es un hecho arquetípico pero al mismo tiempo desconocido en su sentido. Pero la fascinación por el sacrificio se desprende justamente del desconocimiento de los secretos motivos de lo que se sacrifica. Una vida de sacrificios no significa otra cosa que una vida cuyo sentido está dedicada única y exclusivamente al sacrificio; el propio sacrificio de Dios se pierde entre el perdón de los pecados y la culpa del homicidio de los dioses. Y los ejemplos más claros del sacrificio actual es el que se hace del político elegido democráticamente: sacrificable, desechable, depreciable. Pequeños cristos.