La gata con botas

Cuando caminaba en frente de un escaparate, acostumbraba a mirar sus botas reflejadas en el cristal.

Al otro lado del vidrio, maniquíes.

Maniquíes disfrazados, maniquíes forzados a una vida sin respeto, maniquíes sentenciados a una vida sin voz ni voto, a una vida sin dignidad.

Testigos del caminar de la gente, recordatorio doloroso de su propio deseo.

Al girar la esquina antes de llegar a su casa y mientras desdoblaba el cuello de su chaqueta para resguardarse del frío escuchó un ruido a unos metros cerca de los cubos de la basura.

A los dos segundos, dos puntos brillantes flotaron en la oscuridad y detrás de ellos una silueta sigilosa a cuatro patas surgió como si llevara rato esperándole.

Tras un leve maullido se acercó un poco más y después de otros dos segundos de pausa como si estuviera escudriñando el peligro alrededor, terminó a medio metro de lo que parecía ser un humano confiable.

Ya de rodillas y con la mano extendida boca arriba sintió como se rompía la distancia que los separaba. Su lomo acarició el cuero de su bota mientras la rodeaba muy despacio.

Miradas cruzadas casi de igual a igual, mamíferos conectando en búsqueda de cariño.

Caricias, voz templada, ronroneo y parpadeo pausado, indicaban que había ocurrido. La confianza y la conexión estaban selladas.

Ya en casa y después de una cena casi romántica en la semi oscuridad del salón, ambos se contagiaban los bostezos.

De un salto, ella se subió al sofá y se acomodó a lo largo de su antebrazo y biceps.

Inspiraciones profundas y tranquilidad animal antes de entrar en los sueños al unísono.

Al despertar y después de inspeccionar brevemente su casa, no encontró rastro de ella, había desaparecido.

Quizás sus caminos se volvieran a encontrar o quizás el cariño mutuo no había sido más que el sueño de una noche de verano.

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