Cuentos para asustarte: 1er Concurso de relatos inspirados en mitos y leyendas latinoamericanas. ELLA

      Primero que nada, felicito a @marlyncabrera y a sus hermanas por tan extraordinaria iniciativa. Gracias por brindar espacios para la creatividad y la promoción de las expresiones literarias y artísticas de los estimianos.

      A continuación, les presento mi participación en el concurso. Para ello, hago uso de la figura de las malvadas brujas de pueblo, muy comunes en la tradición oral de nuestros países. Normalmente se trata de una mujer vieja, envidiosa, perversa y de aspecto horripilante. Ella es la aliada del diablo en la tierra, y con sus poderes es capaz de hacer conjuros y hechizar a todo aquel que se le cruce en el camino. Asimismo, de noche se convierte en ave y aterroriza a propios y extraño con sus desgarradores alaridos y estridentes carcajadas. Sin más que decir, espero les agrade este cuento.

      Una jaqueca terrible me despertó en medio de aquella gélida noche decembrina. Trataba en vano de retomar el sueño e ignorar el malestar. Daba vueltas en la fina colchoneta tendida en el frio piso, abría y cerraba los ojos, esperaba escuchar voces de algunos de mis familiares. Para mi infortunio, la fiesta ya había terminado y a juzgar por el silencio, parecía que ya nadie estaba despierto. No se escuchaba la música, ni los gritos de los asiduos jugadores de truco; y ni mucho menos, la algarabía de los que siempre se quedaban hasta la madrugada bebiendo ron, cantando y bailando, como era la costumbre en esos días de parranda. Solo el silencio inundaba la antigua e inmensa casa de mis abuelos, que en realidad eran dos casas en una. De lado derecho de ésta, quedaba un inmenso cuadro de caña ; y del izquierdo, la ruinosa y lúgubre casa de Ella.

      Llenándome de valor y por la urgencia que provocaba en mí las ganas de vomitar, me levanté y me dirigí al baño ubicado al final de la casa, en el patio, de lado del cuadro de caña. La neblina había bajado. Era tanta que dentro de la casa se podía percibir. A lo lejos, únicamente se escuchaba el cacareo de un gallo y el aullido desesperado de un perro de la calle. Debí caminar por el oscuro y largo pasillo que me dirigía al patio. De lado y lado, podía ver las ondeantes cortinas de los cuartos, que me permitían dar vistazos terroríficos a los sombríos huecos que eran cada habitación que pasaba. Mis pies descalzos apuraban el paso. Trataba de no ver, de no pensar. En eso, a mitad del camino, escuché el susurro de una voz grave, profunda. El murmullo me decía “uno, dos, tres. Uno, dos, tres. Uno, dos, tres. Suma y verás. No te podrás escapar”. La voz tenebrosa repitió esta frase tres veces. Quedé petrificada, casi inmóvil, con escalofríos que se apoderaban de mi cuerpo. Seguí caminando, ahora con mayor rapidez. La brisa y la neblina se hicieron más cada vez más frías. Al llegar al patio, supe que estaba allí.

      Escuché el revolotear de sus anchas y negras alas. Aterrada, levanté la mirada y la vi allí, en el árbol de pomalaca ubicado justo al lado del baño. De inmediato, recordé todo lo que había escuchado sobre ella. Llegaba reminiscencias de una voz ; pero esta vez, era una voz conocida y amada. Era la voz cálida de mi abuela, quien asustada y con un sincero convencimiento me decía: “No la mires a los ojos.” “Es una mujer mala, muy mala.” “Juanchiquito quedó loco después de una maldición que ella le echó.” “Tiene entierros en el patio de su casa”.

      Al ver a la criatura, sus grandes y luminosos ojos me encandilaron. Escuché un desgarrador alarido que inmediatamente reconocí. Fue el mismo quejido que escuché hace tres décadas atrás, en aquella oscura e inusual tarde lluviosa de octubre. Ocurrió cuando el cortejo fúnebre de Ella hacía su entrada a la iglesia del pueblo. El espantoso lamento atemorizó a deudos y conocidos que, en despavorida retirada, lanzaron el ataúd al suelo. La féretro se abrió y quedaron partes del cuerpo de ella sobresaliendo de éste. Sola allí quedó, en medio de la nada. Abandonada por los que le temían. Así mismo se alejó de la mata de pomalaca, volando en la negra noche y sonriendo a carcajadas ensordecedoras entre la neblina, hacia el cuadro de caña.

      Corrí hacía la casa y me refugié en la calidez de las sabanas. Nunca le comenté a nadie lo ocurrido. La mañana siguiente, aún sintiendo el rigor de la resaca, pregunté a mis primos si habían escuchado algo raro en la madrugada. Con la típica burla de los orientales, María respondió “yo solo escuché los ronquidos de Andrés y los peos de Mary”. La abuela que estaba en el fogón, gritó: “si, Miiijaó , anoche esos perros no pararon de ladrar.” “ Andaban como loco.” “ Esos son los malandros que andan por allí por el cuadro e’ caña.” “Casi que no me dejaron ni dormir”. Temiendo que mi experiencia fuera el producto de un delirio de alcohol, me quedé callada. No comenté nada a nadie, y así finalizaron mis vacaciones de fin de año. Regresé a mi ciudad, a la rutina, al trabajo, al día a día. Meses después y curiosa por encontrarle una respuesta lógica a lo vivido y a los recuerdos de infancia, le pregunto a mi mamá por Ella y lo que ocurrió ese día del entierro. Mi madre me miró y me dijo: ¡inexplicable, hija! Inexplicable!