Dorangel Vargas el caníbal venezolano
El monstruo del cajón.
En esos días había visto por la tele la historia espantosa de un indigente loco que acosado por el hambre se las ingeniaba para atrapar a sus víctimas cocinarlas y comérselas.
Yo caminaba a diario el trayecto desde El Acuario hasta Los Bomberos para ahorrarme un pasaje completo de buseta, de ida al trabajo, y otro tanto de Los Bomberos a El Acuario, de regreso a casa.
En la tele mostraron la especie de campamento que habitaba el monstruo del cajón (que así o algo parecido le llamaban), un verde follaje lo disimulaba a orillas de una carretera que era paso obligado de transeúntes que iban y venían a pie para el diario laborar. También mostraron una especie de red de pescar colgada a un árbol, con la que, horror de horrores, el indigente caníbal, cazaba sus presas, y el palo que usaba el enajenado para golpear lo que atrapaba en esa red.
Algunas tardes me tocaba salir ya oscureciendo desde La Hechicera, y al llegar al medroso tramo que ya me había dado por llamar “el cajón”, me tocaba pasar a noche cerrada ese solitario paraje. A ambos lados de la carretera la hondonada estaba vestida de monte espeso y alto. De regreso a casa, al lado izquierdo, un montanal que ocultaba un monumento a la desidia gubernamental que alguna vez pretendió ser una especie de parque recreativo. A la derecha un enmarañado cerro verde que nunca ocultó su abandono. Una quebrada marginal que venía del cerro atravesaba la carretera y seguía su curso por el antiguo parquecillo.
La historia en la tele seguía también su curso. Ahora habían logrado una estremecedora entrevista con el antropófago de los andes, quien describía con absoluto desparpajo el modo en que preparaba la trampa y apaleaba y cocinaba a la parrilla. Hasta describía los sabores de las distintas piezas. Lo que más disfrutaba era la batata de cristiano sazonada con tierra y una especie de cebollina silvestre del lugar. La batata de un hombre adulto era más suculenta y no requería de tanto aliño como la de mujer o infante.
Sobre todo por las noches andariegas se me parecía mi cajón al de la tele. Es que era un sitio que reunía con asombrosa semejanza todas las características del campamento del monstruo del cajón. En una oportunidad, no sé si flagelado por el miedo o la paranoia, sentí al llegar a la curva que daba inicio a la empinada escalada para llegar al Acuario, una presencia nocturna indetectable, un murmullo que se movía entre los encumbrados pastizales, una respiración ajena que casi sentía en mi cuello.
En la tele la policía había desmontado el campamento del monstruo y le prendieron fuego, pero era evidente que eso no hacía la menor mella en las características del lugar propicias para el homicidio. Y ahora mostraban en la pantalla al “comedor serial”, vestido en su uniforme a rayas y sentado y comiendo tranquilo de las delicias culinarias del penal. Ya afeitado y sin el greñero selvático de las primeras entrevistas, hasta podía pasar por un asesino civilizado común y corriente.
Yo le contaba a mi mujer de mis temores y andanzas, a lo que me sugería que pagara el pasaje de esas cinco cuadras “peligrosas” de Bomberos al Acuario, que no sea tan pichirre, que si su vida no vale más que esos reales. Y sacamos las cuentas para ver, pero no nos daban. Entonces me largó un cuchillo de cocina, que agarré horrorizado, y que cuando volteó volví a colocar en la gaveta. Sabía que un cuchillo había que saberlo manejar como gitano o como argentino de Borges para que fuera un arma efectiva, y yo probablemente me congelaría ante el caníbal, y me lo quitaría, y hasta quizás lo usaría para filetearme.
En la tele ahora entrevistaban psiquiatras y psicólogos que opinaban diestramente acerca de la locura del monstruo del cajón. Uno se atrevió a decir que bajo un tratamiento específico se podría devolver la cordura al monstruo del cajón y con un poquito de paciencia tal vez hasta reinsertarlo a la sociedad útil y productiva.
Llegó a ser tan incisivo mi temor al cajón, que decidí tomar una ruta alterna. Pensaba que el caníbal no se esperaría que fuese yo caminando por los barzales, en lugar de por la acera de los caminantes. Y me metía por entre la tupida jungla, chapoteando los charcos pantanosos, llenándome de cadillos pegajosos y arañando mi camisa con los espinos casi invisibles. Lo hice un par de veces, a la tercera no podía salir de la selva espesa y traicionera. Abría bien los ojos y paraba las orejas auscultando el ruido urbano. Pero era inútil, cada vez parecía que me adentraba más en la desorientadora espesura, cada vez eran más ajenos los ruidos y destellos de la civilización. Y amanecí aterrorizado con la ropa hecha jirones rodeado de una camada de gatitos recién nacidos que algún alma despiadada había dejado a su suerte en una abierta caja de cartón.
Y entonces lo vi. Estoy seguro de que era él. Sabía que a los locos de Caracas y de Bárbula los traían a Mérida y los soltaban a “camionaos”. Pero no me vio, y decidí seguirlo ocultándome tras el frondoso follaje. Estaba como en la tele, hasta con el mismo uniforme a rayas del penal. Pero no hubo necesidad de seguirlo, venía hacia la zona donde yo ya estaba oculto. De seguro atraído por el maullido lastimero de los gatitos muertos de hambre. Y no nos separaba más de un metro, y se agachó a recoger los mininos, seguro para ponerlos en una fogata y comerles las bataticas.
No pude más con el estrés acumulado, y le asesté un garrotazo con toda la fuerza de que fui capaz con un pedazo de una madera seca. El antropófago se llevó instintivamente la mano a la cabeza y me miró horrorizado. Se incorporó lo más rápido que pudo y salió corriendo y gritando con voz chillona y destemplada…Auxilio auxilio, me persigue el monstruo del cajón.
Fin.
jajajajajajajajajajajajajjajajajajajaja ahora sí no puedo parar de reir