La mayor parte del tiempo terminaba frente a la pantalla de mi computador, sumergida en las entrañas de la red cibernética, muchas veces sin hacer nada, simplemente allí en la comodidad de mi cuarto,  a lo lejos podía escuchar las voces y las risas vivaces de mis familiares compartiendo entre ellos. Hasta llegue a pensar que era feliz en esa soledad, que ya era natural. No era consciente de que yo misma me encerré en una jaula.

     Una semana santa, mi mamá me saco casi arrastrada de mi casa y me llevo a un pueblo llamado "Las Salinas",  donde alquilo una casita rustica, con pocas comodidades y lo PEOR que me pudo pasar es que no contaba con Internet ni señal de ningún tipo. Al principio lo odie, estuve amargada y aislada, no conseguía nada interesante de estar allí, en un lugar tan desolado, sin color, caluroso, con zancudos y para completar sin Televisor. No me quedaba de otra que complacer a mi mamá yendo a caminar con ella a la playa, empapando mis pies de arena y agua, dejando entrar a mis pulmones un aire tibio y entre salado, la brisa jugueteaba con mis cabellos y el sol pigmentaba mi piel, desapareciendo mi piel de leche y apareciendo un color bronceado. Poco a poco sentía que las rejas que me mantenían presa se iban debilitando, permitiéndome ver la vida de otro color como fue estar sentada junto a mi familia y presenciar el espectacular y maravilloso atardecer.

    El ultimo día antes de regresar a casa, fui yo la que invito a mi mama a la playa, me sentía distinta, llena de energía, sonreía, jugueteaba y pegaba saltos de alegrías llenos de chispas.

   Logre sentir la calidez de compartir con mis seres queridos, buscar maneras de entretenerme sin la necesidad de tecnología, admirar los paisajes que Dios nos regalo y sobre todo a disfrutar la vida en cada momento. Esta experiencia  me cambio positivamente, actualmente utilizo menos el Internet y comparto y disfruto más de la familia, amigos y la naturaleza.