Cuento: Yonaiker.
Entre la gente apática y aún con sueño, un muchacho alegre con las manos y la cara sucias ofrecía caramelos: “¡Señores buenos días. Llegaron los caramelos de jengibre, los que quitan la carraspera y la tos, dos por cien y cinco por doscientos!”. Se llamaba Yonaiker y era el tercero de ocho hijos. A su hermano mayor, Yeison, lo mataron tres años atrás y dos meses antes de cumplir los 17. Lo mataron unos policías que lo estaban buscando por cometer un crimen de esos que llaman “pasionales”. Yeison, en un ataque de celos que no supo controlar, había estrangulado a su noviecita quinceañera y embarazada. El hermano que seguía, Yeferson, se disparó con la pistola de Yeison, antes de que el “Golden Boy” líder de la mayor banda del barrio lo agarrara, pues sin saber quién era se había involucrado con su mujer y lo que le pasaría iba a ser peor que la muerte misma. Yonaiker tenía 15 años y estaba sacando la primaria –como podía- por parasistema. Pasaba casi todo el día en el metro vendiendo caramelos de jengibre, Mentos, galletas o la chuchería del momento. Vivía en Petare y para llegar a su casa tenía que agarrar dos carritos y luego caminar veinte minutos. Su papá nunca existió y su mamá estaba enferma. Yonaiker era el sostén de la familia y el único que tenía buenos sentimientos. Había llenado los bloques que formaban las paredes del cuarto común con dibujitos hechos a lápiz. Y era allí, mientras todas las noches acomodaba a sus hermanos menores para que durmieran, donde soñaba con terminar el bachillerato, entrar a la universidad y estudiar arquitectura. Quería salir del barrio, llevarse a su mamá y a sus otros hermanos. Convencerlos de que los mayores ya fallecidos no eran héroes y que era mejor ganarse la vida con trabajo honrado. Aunque en el fondo sabía que era una batalla perdida hace mucho, sus hermanos preferían aprender a usar una pistola que un lápiz. Tenía tres días despertándose quince minutos antes de lo acostumbrado, aprovechó el tiempo y en vez de comenzar a trabajar a las 08:30am como lo hacía siempre, empezó media hora antes.
Las alucinaciones comenzaron a salir como un animal salvaje que lleva tiempo domesticado pero que tarde o temprano regresa a lo que es. Cuando pasó a su lado con los caramelos, le hizo señas. Con la mano izquierda se sacó del bolsillo cien bolívares. Mientras Yonaiker contaba los caramelos, en un acto de rapidez imperceptible, Juan Carlos con la mano derecha metió su celular en la bolsa del muchacho. Acto seguido comenzó a gritar: “¡Este carajito me acaba de robar el teléfono!”. Un viejo sin dientes que estaba de pie a unos dos metros comenzó a gritar: “¡Línchenlo!”. La marea de gente adormecida se despertó con el odio que sin dificultad lograron sacar de sus entrañas. Le botaron los caramelos y el celular de Juan Carlos cayó al suelo. Yonaiker trató de defenderse en vano. Su léxico petareño, su ropa vieja, su piel negra y además sucia, lo señalaban como ladrón. Quiso gritar pero alguien le dio un golpe en la boca y se la partió. Escupió sangre y dientes. La policía no intervino. Lo sacaron de la estación. Lo golpearon hasta que comenzó a perder el conocimiento. El último golpe que recibió en la cabeza se lo propinó Juan Carlos. Le gritó: “¡Maldito choro!” y le pegó con un pedazo de concreto que consiguió en la calle.
Pero de pronto las imágenes borrosas se fueron haciendo nítidas. La sangre que le brotaba de la cabeza se había detenido y no le dolía nada. Se levantó sin dificultad porque su mamá, sonriente y sana por primera vez en muchos meses, lo estaba esperando en la casa. Pudo regresar temprano porque vendió muchos caramelos ese día y ni siquiera eran las nueve. Ese miércoles caótico no amonestaron a Juan Carlos. Todo el mundo llegó tarde a su destino por culpa del “chorito” que quemaron en Los Cortijos.