Tierra adentro y con fatiga,
caza un ave de la mar,
alejado de su hogar,
persiguiendo a su enemiga.

Busca a aquella que fue amiga,
luz y dicha, bienestar,
brazo fuerte, un hogar,
y que ahora es fugitiva.

Persiguiendo a la ladrona,
incansable, emprende el vuelo,
hasta que al caer el velo,
toda fuerza le abandona.

Busca raudo, sin consuelo,
un lugar donde posarse,
pero siempre lo hace tarde,
y se estrella contra el suelo.

Avanzar no le resulta, esperar no es una opción,
nunca cambia de opinión, ni a su mente le consulta.
El dolor le dificulta proseguir con su camino,
persiguiendo aquel destino, que ante sus ojos se oculta.

Mira siempre hacia adelante, levantando la cabeza,
perdido entre la maleza, bajo un cielo susurrante,
que le anima a levantarse, y seguir en pos de ella,
la ladrona, la más bella, mentira para aferrarse.

De ilusión se había llenado aquella ave de la mar,
entregado para amar, por quererla, desesperado.
Sin medida ni barrera, puso en manos de su musa,
su alma entera, sin excusa, como presa a la carrera.

Pero ella, liberada, no conforme con aquello,
le arrancó, en un destello, la mitad de una ala.
Fue sonriendo, tierra adentro, con aquellos dos tesoros,
admirados como el oro, sin saber lo que había hecho.

Pues sangrando entre las olas, el ave se desplomó,
y entre dolores juró, alcanzar a la ladrona.
Recuperar su alma, regresar hacia su nido,
refugiarse en el olvido, perderse en aquella calma.

Vuelve herida la gaviota a intentar alzar el vuelo,
con valor, con gran esmero, con sus alas todas rotas.
No cede ante la derrota, pues su norte está a la luz
y cargando con su cruz, determinación denota.

Como dentro de un espejo, cuyo horizonte no cambia,
el ave busca y reclama, siempre observando a lo lejos.

Ningún ave volaría solamente con un ala,
pues aunque sea de buena gana, al final, se caería.