El alma en su expiación y yo en la mía

La verdadera «unidad» se pierde al nacer: el feto es inteligible para la naturaleza; pero el feto es ininteligible para sí mismo. Nacer es la imposibilidad de retornar al cosmos. Todo, en adelante, es caos: esa ejercitación que se realiza obedeciendo al sistema entrópico del ser humano. ¿Cómo desobedecer? ¿Cómo retornar al cosmos? Es inútil: todas las mañanas son la significación de un pretérito atemporal. No hay más que un retorno; la muerte. Por eso no me gusta la reencarnación; es retornar al no retorno. La carne es demasiado material; el alma, abstraída igual que un poeta pensándose en el desierto, pensando; es el punto y seguido de otro cuerpo fallido, fenecido. Me parece pensar, entonces, que todas las almas están en pena; perenne expiación. El cuerpo del hombre es el único vicio del alma. El alma, sentados a cavilar, es una referencia provisional a la cual limitarse sobre esa «unidad cósmica» que se pierde al nacer y que tal «unidad», es siempre para las almas un instante que se acaba en otro cuerpo naciente. No sé si el alma puede pensar, pero si lo hiciese, desearía perderse para siempre en una supresión, mas, no aquella supresión que sufre en los aneurismas que estallan en las venas del orden cósmico, cuando nace otra mortalidad huesuda, orgánicamente funcional y cínicamente completa.

La etimología de «alma» remite a la dotación de movimiento que tienen los seres vivos. Pero ¿Qué clase de movimiento? Qué arrebato, tan grande como el cielo, nos impide observar que no somos exánimes, que tenemos vida y que nos desplazamos libremente ¡no lo sé! Qué heraldo negro, como diría Vallejo, nos golpea con el recado, enviado por quién sabe qué, que nos llega para decirnos que estamos vivos pero inertes ¡ay! La vida es un caos y ni la rutina, por más perfecta que parezca, nos recuerda que no hay orden ni cosmos que valga. Porque no lo tenemos, porque todo es un intento despiadado por obtener, si bien falsamente, todo eso tan perfecto y ordenado que se pierde cuando nos dan a luz. El alma es demasiado inmaterial como para intentar preguntarle qué hay fuera de la vida: esta es la derrota; no podemos interrogarla. No podemos torturarla para que nos suelte todo. No podemos constatar si es bella esa cosa que perdemos al nacer o si es bella esa cosa que ellas pierden por estar dentro de uno, ahí; donde no tenemos terminaciones nerviosas, para sentirnos, en dolor o placer, sintiendo alma.

Yo tengo un cuerpo y este cuerpo, sin alma, no puede vivir; mas, el alma sin este cuerpo, puede estar en otro cuerpo. La carne es lo que no tiene valor. Si lo tuviese, Lucifer en vez de las almas, reclamara los cuerpos. Pero me río del alma y su encierro. Al menos en este caos, aunque inerme, puedo escribir. Dime ¿Qué puedes hacer tú en ese encierro? Yo tengo las bibliotecas y tengo los autores. Y con esto no quiero decir que el caos es bello, a pesar de todo. O que es mejor que la expiación que tú sufres, lindeza inmaterial, en las híspidas carnes. Eso sí: ambos estamos jodidos. Tú, en los reservorios de carne y hueso. Yo, en esta mierda.