31 de octubre -relato

in #spanish5 years ago

Aquella última noche de octubre se respiraba un ambiente cálido y habitable, muy diferente al resto de los días, donde solo había hostilidad. El cielo deslucido estaba desierto de nubes. Las calles, llenas. Nadie estaba dispuesto a irse a casa temprano.

Ese año, una de las calles del pueblo "las Lomas" servíria de escenario para celebrar Halloween. Los habitantes seguían la tradición de crear sus propios disfraces, para presentarse ante un jurado que evaluaría el esfuerzo y la originalidad de cada persona.

En aquel ambiente tan agradable, se escuchaba la respiración fatigada de un niño de 12 años. Pese a la llegada de la noche, la delgada y pequeña figura de Carlitos aún podía distinguirse junto a una pila de hojas secas.

Carlitos debía rastrillar el jardín de su casa, castigo que le habían impuesto sus padres adoptivos por haber llegado 10 minutos tarde del colegio. Intentó explicar que su retraso se debió a que la cadena de su bicicleta no funcionaba de forma correcta, pero no lo escucharon. Era un niño incomprendido y maltratado por ambos. Constantemente trataba de no hacerlos enojar para no ganarse una paliza tan fácil.

Sus cansados brazos se movían a un ritmo tan veloz, que el rastrillo temblaba mientras amontonaba las hojas tostadas que había vomitado el árbol de algodón. Carlitos quería terminar a tiempo para participar en el concurso de disfraces, había tardado 4 meses en hacer el suyo, pero justo apareció un remolino que despeinó las hojas. Tendría que comenzar de nuevo.

Lleno de ira, lanzó el rastrillo hacia la casa del frente, mientras maldecía su mala suerte y se repetía que odiaba a sus padres por haber muerto en aquel accidente cuando él era apenas un bebé. Se tiró al piso y abrazó sus piernas, comenzó a llorar y pensó que a ese paso, jamás llegaría a tiempo al concurso. En ese instante su mirada siguió el paradero del rastrillo, y se fijó que estaba en el jardín de una mansión abandonada. Las gramas de ese lugar estaban marchitas, las estatuas adornaban la fuente, haciendo juego con el paisaje sombrío. Imaginó que antaño, los niños que habitaban esa casa, correteaban de aquí para allá, jugando a los piratas, con espadas hechas de periódicos.

Carlitos elevó la vista a una de las ventanas de la residencia y quedó atrapado en una confusión: un niño lo observaba desde adentro, a la vez que levantaba la mano izquierda para saludarlo. ¿Cómo es que había un niño dentro, si la casa estaba abandonada?. Decidió que era un niño travieso que estaba explorando el lugar. Sin nada que esperar, se levantó y dirigió hacia la parte de atrás de la mansión, sabiendo que en las puertas traseras había un gran agujero por el que entraría sin problemas. Mientras la brisa traía el sonido de unas campanas, se decidió penetrar el misterioso lugar.


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Carlitos llegó a las escaleras y las subió lenta y temerosamente. Con cada paso que daba, la madera crujía y lo asustaba cada vez más. Pensaba que los escalones podían ceder debido a su peso o el paso de los años. Llegó arriba, sano y salvo, y avanzó por un largo corredor donde las paredes estaban adornadas con fotos antiguas de una familia aparentemente feliz, exhibidas en esas fachadas desgastadas por el tiempo y el abandono. Más adelante se encontró con tres puertas. Abrió de una en una, comprobando que ninguna era la habitación que buscaba. Cuando llegó a la tercera, se dió cuenta que estaba cerrada o atascada.

—¡Maldita sea! Tiene que ser esta. En esta debe estar el niño que me saludó. Iré a la cocina por algo para abrirla —dijo el curioso y enojado Carlitos.

Encontró un martillo y logró destrozar la puerta. Cuando entró a la habitación, no vio a nadie cerca de la ventana. Se acercó a ella, y notó que más hojas se habían acumulado en su jardín. Suspiró desanimado. Al volverse, en una esquina mugrienta de la habitación, estaba el chiquillo que lo había estado observando. Era delgado, de cabello negro y ojos claros que brillaban por la luz que entraba por la ventana. Su piel era blanca, y su pecho estaba atravesado por un enorme cuchillo. A pesar de esto, no parecía sufrir. Alzó de nuevo su mano y sonrió.

Un frío que le erizaba la piel recorría las extremidades de Carlitos. Sin embargo, no se movió del lugar y casi tartamudeando logró decir algo.

―¡Ho, hola! Yo soy Carlos, pero puedes decirme Carlitos, no fue mi intención entrar a tu casa sin permiso, tengo entendido que esto tiene años abandonado, me sorprendió verte en la ventana y pensé que alucinaba. ¡Me encanta tu disfraz está de locos! ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Fernando. ¿Quieres jugar conmigo? ¿Te gustaría ser mi amigo? —pregunta emocionado, pero luego se queda pensativo—. ¿Qué es un disfraz?

—Un disfraz es eso que cargas puesto. ¿Quién te ayudó a hacerlo? —dijo pero Fernando se quedó callado, así que continuó haciendo preguntas—. ¿Vives aquí o solo vienes a esconderte de los otros? Me gustaría jugar, pero debo terminar de barrer el jardín. Está repleto de hojas.

Fernando abandona la sucia esquina para acercarse a observar el lugar que señalaba Carlitos.

―¿Cuáles hojas, Carlitos? ―preguntó.

Que extraño, las hojas ya no estaban. El suelo estaba limpio, por lo tanto, ya no quedaban excusas para divertirse. Carlitos saltó de la emoción y le dijo a su nuevo amiguito que debían ir al evento. Quizá los dos ganarían los primeros lugares. Fernando, con tristeza, le hizo saber que no podía salir de esa casa. Estaba condenado a estar en ese lugar.

Carlos no entendió lo que su amigo quiso decir. Se encogió de hombros y tuvo una idea.
—Espera aquí, enseguida vuelvo. En serio, no te muevas.

Carlitos salió disparado. Bajó las escaleras, cruzó los dos jardines y entró a su casa. Fernando lo miraba con asombro a través de la ventana. Minutos después notó que arrastraba algo pesado y grande. Si antes los peldaños de las escaleras crujían por el peso de Carlitos, esta vez pegaban chillidos desesperados mientras subía el alocado niño.


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Carlos había ido a buscar su disfraz de robot intergaláctico, y le dijo a Fernando que tendrían su propia celebración. Así pasaron las horas, entre juegos. Corrían por la mansión y en algunas ocasiones se toparon con telarañas, neblinas de polvo, y muebles viejos.

El gallo de la señora Viviana cantó, avisando que ya eran las 4 de la mañana.

—Ya debo irme, Fernando. Si no me consiguen en la cama me darán una paliza. No quiero darle motivos a mis padres adoptivos de que me sigan lastimando, Los odio, pero no tengo familia. Mis verdaderos padres fallecieron. Quisiera estar con ellos y no con los Floky. ¿Podemos vernos de nuevo, mañana en la noche?

—No, no podemos vernos. Solo era posible esta noche. Si quieres, podrás volverme a ver la última noche de cada octubre y al llegar el amanecer desapareceré. No soy un niño de verdad, estoy muerto. Me gustó jugar contigo, pero ya debes irte, amigo —dijo con un tono de tristeza, mientras se acomodaba en la sucia esquina de la habitación.

Carlitos sospechaba que Fernando era un fantasma, pero eso ya no tenía importancia.

—Quiero quedarme contigo, amigo. Soy muy infeliz. Mis padres adoptivos me maltratan, no tengo amigos, mis compañeros de clases me detestan... Todos los días dañan mi bicicleta. ¡Estoy cansado de esta vida! Te lo suplico, déjame quedarme contigo. Llévame a ver a mis padres. Aquí no tengo nada —expresó entre llantos Carlitos.

—Está bien amigo, pero debes hacer exactamente lo que voy a pedirte —dijo Fernando, con los ojos grandes brillándole.

Fernando le pidió a Carlos plantarse frente a él y le explicó que pasara lo que pasara, no debía soltarlo. Tenía que aferrarse. No importaba si el universo daba vueltas, había cosas del otro lado que intentarían arrastrarlo a otro plano y podía quedar atrapado en un tormento por toda la eternidad. Si quería permanecer junto a él y ver a sus padres, debía sostenerse fuerte. Carlos asintió con su cabeza y reconoció que tenía miedo, pero su amigo le transmitía confianza.

—¡Abrázame Carlitos, abrázame fuerte! —dijo Fernando casi en gritos, mientras en la habitación todo volaba y se estrellaba contra la pared.

Transcurrió una semana antes de encontrar a Carlitos en aquella sucia recámara. Su cuerpo estaba inerte, reposando en avanzado estado de descomposición. En su rostro se notaba la curva de una sonrisa, y un cuchillo atravesaba su pecho.

Dicen que cada halloween se suele avistar en la ventana de una mansión a dos niños disfrazados que saludan gozosos de alegría...


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Sort:  

Gran trabajo amiga. Se van afinando las letras. Esta línea definitavemente te sienta muy bien. Me fui envolviedo en cada uno de los sucesos. Carlitos con su curiosidad y ansiedad contagia al lector. Gusto en leerte amiga querida!

Esta publicación ha sido seleccionada para el reporte de Curación Diaria.

final de post.png¡¡¡Felicidades!!!


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¡Felicidades! Sigue haciendo excelente trabajo.



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