Acuarela: La aldea de Campomojao, una aldea que se muere.

Las eras de Campomojao, donde se trillaban los cereales antes de llevarlos a Flor de Ribera a molerlos.

Andando por el carreterìn que va desde Torralba de Calatrava a Malagón, dentro de lo que es La Mancha húmeda o Mancha occidental, dejaremos a la izquierda el Santuario de la Virgen de las Cruces, patrona de Daimiel, y más adelante atravesaremos la rivera pantanosa del río Guadiana por un antiguo molino de rìo: Flor de Ribera. Este molino cuyo nombre hace entrever el esplendor que tuvo en tiempos pasados, tiempos en los que aún no habían aparecido los motores y las máquinas que existían funcionaban con energías renovables (agua de río y/o viento), es hoy en día un enorme caserón rodeado de cuadras y almacenes desvencijados y cochambrosos por donde campan a sus anchas media docena de cabras. Ya ni se vislumbran restos de acequias o de represas que están ocultas entre los carrizos que invaden las riberas y los edificios cercanos al agua.
Pues bien, avanzamos por el carreterín, que a pesar de estar en un terreno llano está lleno de curvas, y vemos como el paisaje ha cambiado. Lo que antes eran barbechos, plantaciones de patatas, viñedos, se ha transformado. Ahora nos rodea un bosque sin fin de olivos, olivos centenarios de tres pies que nuestros antepasados, ya en tiempos de la Reconquista, arabes o cristianos, plantaron en esta tierra al colonizarla. Así pasó el tiempo y se crearon aldeas que han vivido de la riqueza agrícola del lugar, de los beneficios del río Guadiana y de los pequeños arroyos que vienen de la Sierra de Malagón, durante siglos. Una de estas aldeas es Campomojao, que como su nombre indica está en una pequeña loma en cuya hoya coinciden los arroyos el Del Campo y el de Las Laderas, creando una zona encharcada en tiempos de lluvias pero muy fértil. Es impresionante su oliva milenaria plantada cerca de un albercón* que le calma la sed actualmente. Pero con el progresivo desplazamiento de la gente joven del campo a la ciudad a partir de los años 60 del siglo pasado, la mayor parte de sus habitantes se marcharon a Madrid, Barcelona o Bilbao quedando actualmente censadas cinco personas, dos hombres y tres mujeres. En verano se puede multiplicar su población por las vacaciones estivales, vacaciones que algunos aprovechan para restaurar sus antiguas casas antes de que se derrumben definitivamente. Al pasear por sus calles veremos algunos perros royendo su hueso a la sombra de las semihundidas casas y gallinas que, protegidas por vistosos gallos, escarban por los corrales en busca de lombrices. Hoy en día casi ninguno de sus antiguos habitantes, o sus descendientes se plantean la posibilidad de regresar. Cuando fallezcan sus actuales moradores, la aldea será una aldea muerta.