Luisana: una historia común en la Venezuela de hoy

in #spanish7 years ago

Venezuela da los últimos y lentos pasos hacia la paralización total de su estructura de bienes y servicios. Y como consecuencia de ello, las historias dolorosas de vida se van haciendo más cotidianas, más comunes. Como esta de Luisana, una joven que, por una decisión apresurada, producto de la inexperiencia, ahora está atrapada en un laberinto, entre otras cosas porque el chavismo le quitó las oportunidades. Como a muchas otras jóvenes vidas.

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Diariamente debe pasar cerca de las paradas de autobuses, ahora con decenas de transeúntes varados que miran, alternadamente, la hora y a la distancia, a ver si por la avenida baja algún vehículo que los lleve. Son las siete de la mañana de un día más en la vida de esta joven venezolana de apenas 20 años, quien se ve obligada a caminar diariamente hasta la tienda de ropa y zapatos donde trabaja como vendedora.

Y no le queda más remedio que hacer el trayecto a pie. Ni siquiera es por la extrema escasez de unidades de transporte: es que su sueldo es ínfimo –mal llamado “mínimo” por el gobierno de Nicolás Maduro— y apenas le alcanza para comprar frijoles negros, yuca y alguna otra cosilla con lo que prepara sopas a “Mis tres niños”, dice sarcásticamente, refiriéndose a sus dos hijos y a su marido; alguna vez puede encargar bolsas de “masa” de maíz pilado, hervido y molido para hacer arepas, que ahora se venden en varias casas de su barrio.

Su sueldo, por supuesto, no le alcanza para pagar pasajes, que aumentan constantemente a niveles nunca antes vistos por la población. Ni para ninguna otra cosa. Y son tantas -polvo para lavar la ropa, lavaplatos, dentífrico, desodorante, champú, papel higiénico, toallas sanitarias; sin incluir ropa y zapatos-. Todos productos de precios inasequibles para su sueldo. Algunas de ellos nunca más ha vuelto a verlos y otros los usa solo muy de vez en cuando.

Su patrón ha dejado de comprar mercancía nueva y comparte las lujosas vidrieras de su tienda, ahora vacías, con un detal de verduras por peso (yuca, ocumo, ñame y algunas otras especies vegetales ), para aprovechar el terminal de pago con tarjeta, dado que no hay dinero efectivo ni siquiera en los bancos. Y ha ido despidiendo a las pocas vendedoras que quedaban –a ella la deja por compasión—. Las más han renunciado alegando que el sueldo no les alcanza “Ni para pagar el pasaje en autobús”. “Bien por ellas”, comenta amargamente Luisana. “Deben tener con quien contar”. Ella no.

Su marido o más bien el padre de sus hijos –corrección que desliza cada vez que lo menciona— se ocupa de cuidar a los niños. Y no hace esfuerzos por buscar qué hacer para salir de esta situación. Cuando lo conoció era un chico adorable. Un estudiante de música que cada mañana, con el estuche de su violín a la espalda, pasaba por su casa, de jardín delantero con flores, largo corredor y un umbroso y amplio patio con mangos, donde ella vivía con su madre y tres hermanos mayores. No eran ricos y aunque el demoledor sistema revolucionario ya amenazaba el pequeño negocio de transporte de géneros agrícolas de su padre, estaban bien: aún había abundancia en casa.

¿Cuándo comenzó a tener sexo con su novio a escondidas? Ya casi ni se acuerda. Era sólo una niña sin nada de experiencia en esas cosas y él la convenció de ir a la casa donde ahora conviven, oportunamente sola. Un día sintió mareos y vómitos. Su madre, una de esas mujeres intransigentes hasta la muerte, la echó sin contemplaciones. Y hasta el día de hoy, cuatro años después, no la acepta. Así que debió irse a vivir a casa de su suegra. Pero allí viven otras dos familias jóvenes, las de sus cuñados, y cada quien debe alimentar a su prole. A ella le tocó la suya, incluyendo a un jovencito de su misma edad que ve la vida desde la holganza, con una sonrisa que antes le parecía un sol, pero que ahora la de un “mismo mongólico”, dice. “Hasta del violín se olvidó”, añade, y una inflexión de amor-odio la ensombrece.

En un rapto confiesa que ha dejado de amarlo. Unas tres o cuatro veces se ha divertido con otros jóvenes de su edad que le han simpatizado. Y que le han pagado, aunque no cree que sea prostitución. “Me merezco una diversión de vez en cuando”. El sexo marital ya no lo disfruta y no ha tenido los arrestos de decírselo a él. Teme, además, que la echen de la casa.

Está atrapada. Para no gastar en transporte debe caminar alrededor de ocho kilómetros, ida y vuelta. Pero esto sólo agrega otra preocupación: los zapatos se le gastan más rápidamente. Sale en la mañana y regresa a las seis de la tarde (se demora más si se le presenta una “diversión”), incluyendo los sábados. Ha perdido masa muscular porque casi no consume alimentos proteicos. Ni de ninguna otra clase: lo poco que reúnen en casa, lo de una bolsa CLAP cada tres meses y lo que puede comprar lo destina a sus hijos. En los alrededores de la tienda ya la conocen y el frutero le regala unos cambures o el chichero una chicha. A veces se regala a sí misma un pan, pero se acuerda de los pequeños y les lleva la mitad. "No soy capaz de comérmelo yo sola". Hace algunos meses sufrió de ulceras y ahora le están volviendo los dolores. Su cuerpo se ha ido poniendo magro, aunque luzca bien. Cuando estudiaba en el liceo era candidata en los reinados de carnaval. “Tenía con qué para ser una Miss Venezuela”, dice, refiriéndose al conocido certamen.

¿Cuándo y cómo fue que ella cayó en ese hueco insondable del que ahora no sabe cómo salir? A veces siente que sería mejor morir. Y lo dice sin saber que es una idea que ahora ronda a los jóvenes venezolanos como nunca antes ni que la tasa de suicidios entre individuos de su edad se ha incrementado. Nunca se refiere al Gobierno como culpable de su situación. Habla de Maduro con cierto retintín de sorna, como del marido que no le cumple: lo único son las cajas de comida, cada tres o más meses. ¿Los bonos? Aunque la han censado, debido a su situación de madre con dos hijos y sostén de hogar, nunca le han salido "los benditos bonos", en cambio otras, sin tantas necesidades, si los cobran.

A veces se acuerda de su padre y empieza a hablar de él. Recuerda que la amaba tiernamente y que era su “niña bonita”. Pero debió ser de carácter débil. Su madre lo obligó a olvidarse de ella. Recientemente ha muerto y sólo ha podido despedirse en la funeraria, donde sus familiares han conspirado para permitirle verlo a escondidas de la viuda, la que había prohibido terminante admitirla. “Ella prefirió a ese tipo por sobre su familia. Que se aguante”, le dicen que ha dicho todo este tiempo. Al acordarse de su padre yerto, dos lágrimas se asoman a sus ojos. Pero hace un esfuerzo y las reprime

¿Rencor por su progenitora? No duda: ninguno: si ella fuese aquella haría lo mismo. Nunca admitiría que una hija suya se echara una “vaina” como la de ella.

Luisana se concentra ahora en el camino de vuelta, de la tienda a su casa, aunque es otra distancia la que más le preocupa: la que existe desde su sueldo mensual, apenas unos setecientos cuarenta mil bolívares, hasta llegar al costo de una canasta alimentaria mínima para una familia, como la suya, de cuatro miembros, calculada en 24 millones de esos mismos desgastados bolívares.

Está atrapada. Y lo sabe. Cuando se vio en la casa extraña, lejos de su familia, agarrada a aquel joven tan desvalido como ella, lloró mucho. Pero poco a poco fue entendiendo que ahora le tocaba defenderse sola o con la ayuda de esta otra familia. Conocía casos de muchachas como ella que habían salido de la situación y podían seguir estudiando o podían trabajar. Pero poco a poco se fue dando cuenta de que no era solo ella. Que los jóvenes dejaban los estudios o no encontraban trabajo y debían quedarse en la calle holgazaneando. Algunos se iban del país, cada día más de ellos. Y ella sabe que tiene algo que ver con el gobierno. "Es por maduro, ¿no?", pregunta desde una sonrisa.

Lo cierto es que el sufrimiento a veces le provoca tanta angustia que querría ponerse a llorar y no parar nunca más. Pero ha aprendido a soportar su situación con un estoicismo hondo. “No me verán nunca llorar”, afirma y se aleja. Su figura menuda y ágil como una lanza se pierde entre la gente, que camina por las aceras de una avenida comercial de puertas que se van cerrando.

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Lastimoso pero real retrato de muchas mujeres venezolanas, @antoaristi. Luisana puedo ser yo, mi vecina, tu vecina; en fin, cualquiera. Dejamos de ser ficción, de ser cuento. Algún día, tendremos que, como en Casa tomada, salir aterrorizados y cerrar las puertas del país para que nadie entre y se encuentre con lo espantoso que hay aquí. Gracias por compartir.

Gracias a ti, estimada @nancybriti.

Un desgarrador retrato de la sociedad venezolana. Hay algo de Luisana en cada habitante de este país.

Una historia tan triste y real, estamos acostumbrados que este tipo de historias aparezcan en películas, novelas o libros... cuando miramos bien, la realidad supera la ficción. Este es un retrato más de las miles de historias que hay alrededor del mundo. Saludos

Desgarrador este relato, @antoaristi, una realidad multiplicada quién sabe por cuánto en Venezuela. ¡Qué tristeza por el país!

La trama de esta historia es triste pero cierta. Me identifico con lo imposible que es pagar los elementos básicos de comida y limpieza y con las caminatas kilométricas entre el punto A y el punto B e incluso un punto C, pero lo de acabar viviendo con otra familia con la que no tiene nada que ver y terminar odiando a su "compañero sentimental" es un problema que ella misma se creó. Lamentablemente, esa es la realidad de muchas jóvenes.

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