Capítulo 7 | La metamorfosis de Kay

in #spanish7 years ago

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―¡¿Aquí nos quedaremos?! ―pregunté eufórica.

Mi voz de adolescente se hizo notar al ver el lugar donde estábamos. Era hermoso a niveles tridimensionales. Un magnífico lago turquesa encerrado entre las montañas, albergaba un hotel que se alzaba como una mansión sofisticada en la cúspide del asombroso lugar. Jamás en la vida imaginé que Dominic me llevaría a uno de los sitios más visitados de ese país, o si fuera posible siquiera reservar un lugar.
Cabe destacar que el dinero que poseía la familia alcanzaba para comprar al hotel, los huéspedes que allí estaban y el personal que laboraba día tras día, pero donde manda capitán no gobierna marinero, y si Dominic logró que pasáramos nuestra luna de miel en ese lugar, sería capaz de mandar a buscar un pedazo de la luna para mí. Y no me quejaría si lo hubiese hecho, pero prefería un lugar en la tierra a un pedazo del universo que podía ver a través de mi ventana todas las noches de mi vida.
El clima era perfecto para pasear por los alrededores, lanzar piedras a la laguna o solo contemplar el resto del paisaje por la terraza de las habitaciones. Un botones llevó nuestras maletas hasta la recepción, mientras me rehusaba a alejarme de esa espléndida vista. No quería perder ni siquiera un segundo de tanta belleza. Y aunque mi vida fuera una completa mierda, algo maravilloso se enarbolaba frente a mis ojos.
Al entrar a la espectacularidad, la elegancia se hizo notar. El mostrador de la recepción era ovalado, de caoba y granito, las personas que allí laboraban portaban sus trajes negros a la medida, maquillaje recatado y una sonrisa Colgate que te deslumbraba. Eran diez pisos de glamour, elegancia y majestuosidad.
¡Eso sí era una verdadera sorpresa para una luna de miel soñada!
―Bienvenidos a El Fairmont Hotel. ¿Tienen reservación? ―preguntó una mujer de unos cincuenta años, con el cabello rubio ceniza que llegaba hasta sus hombros y una sonrisa perfecta que nos brindaba el calor de una buena bienvenida.
―Tenemos una reservación a nombre de Dominic Bush.
La mujer asintió y revisó en un libro de anotaciones electrónico que llevaba en su Tablet. Nos pidió un par de minutos de búsqueda, mientras nos contaba el proceso de admisión para los huéspedes, la larga lista de personas que querían vacacionar en ese lugar o la familiaridad que le mostraba mi rostro. Para ella era una mujer que había tenido el placer de ver en alguna otra parte, pero no lograba encontrarlo en su memoria.
Al finalizar su búsqueda en la tableta, revisó la parte baja del mostrador y extrajo una tarjeta electrónica que le entregó con gusto a Dominic.
―Tengan una feliz estadía —finalizó con otra sonrisa.
Si no dejaba de sonreír, sus dientes se petrificarían.
El joven que llevaba las maletas subió con antelación y nos esperaba en la habitación seiscientos cuarenta del décimo piso. Mi esposo sujetó mi mano en el ascenso, besó con ternura mi mejilla y me brindó el tiempo necesario para sentirme cómoda con él. Sabía que Dominic no me forzaría a hacer nada que no quisiera, pero tampoco esperaba que jugáramos Scrabble toda la noche.
Cuando el joven se detuvo en la puerta de la habitación, Dominic deslizó la tarjeta y el cerrojo se abrió al cambiar la luz de rojo a verde. Las puertas del cielo se abrieron ante mí al contemplar el interior de la habitación. Era espaciosa, muy elegante y extraída de una revista de arquitectura. Los acabados, detalles, inmuebles o incluso los colores que cubrían las paredes, brindaban el descanso que las personas buscaban.
El joven dejó las maletas y se retiró con una sonrisa. En cierto momento llegué a pensar que les pagaban con sonrisas en lugar de dinero.
Caminé alrededor y abrí las ventanas para ver la vista más espectacular existente. El crepúsculo del amanecer resplandecía en las cristalinas aguas del lago, provocando en una mujer que no había explorado el mundo, el intenso deseo de zambullirse hasta morir. Toda la culpa de mi inexperiencia en la vida, era de mi madre y sus reglas.
Dominic se detuvo detrás de mí.
―¿Te gusta?
―Cómo no podría gustarme esto ―respondí.
La habitación era abierta; solo el baño estaba oculto detrás de una puerta de madera. El resto de las decoraciones eran abstractas, de formas atemporales al tiempo que vivíamos. La cama era inmensa, con un acolchado esponjoso, un cubrecama estilo imperial y muchas almohadas en las que provocaba revolcarse como un perro.
En la zona izquierda del amplio lugar, había sillones en forma de L que rodeaban una mesa y daban a la terraza. En el techo, una lámpara en forma de araña con miles de lucecitas diminutas, alumbraba las noches auspiciadas. Todo era magnifico, incluso los chocolates que dejaron sobre las almohadas o una ramita de lavanda.
La sonrisa que no se alejó de mi rostro en todo ese tiempo, murió al notar la botella de vino en la mesa. Junto a ella estaban dos copas de fino cristal, una hielera y el control del televisor que era lo más seguro que usaríamos en un par de horas.
―¿La pediste? —pregunté al sujetar la botella.
―Considérame culpable.
Sacó el teléfono de su bolsillo y dejó en la mesa a su lado, al igual que la llave de la habitación, una cartera de hombre y las llaves de un auto que nunca vi. En realidad no buscaba terminar de arruinar el momento, pero la idea de emborracharme para acostarme con él no me resultaba tentadora. Y aunque de sus labios jamás brotó, sus pensamientos eran muy claros. Pude ser doméstica en la mansión, pero no era idiota.
―¿Piensas embriagarme? ―indagué al enarcar una ceja.
―Claro que no ―contestó con rapidez al fruncir el ceño y enrollar las mangas de la camisa hasta el codo―. Si no la quieres, puedo llamar y pedir que se la lleven.
―No —afirmé al recargarla a mi cuerpo.
La botella estaba fría por el aire acondicionado dentro del lugar, pero el calor que emanaba mi cuerpo podía derretir el cristal. Dominic tenía esperanzas sobre nosotros; esperanzas que no podría cumplirle aún. No me sentía bien con la decisión que tomaría, pero intenté que el veneno que hervía en mi lengua, no saliera de sopetón.
Me senté en el borde de la cama e inspiré profundo, justo antes de soltar:
―Dominic, lo qué crees que sucederá esta noche, no va a ocurrir. —Tragué el grueso nudo en mi garganta—. Te quiero, pero no de la misma manera que tú a mí. No quiero que te ilusiones en vano. Te dije desde el principio que no te enamoraras de mí porque te haría daño. Esto ―señalé entre nosotros―, no durará toda la vida.
Él se acercó y arrodilló frente a mí. Acunó mi mejilla en su palma, mientras el pálpito en mi corazón no me permitía ser lo bastante mala para alejarlo de esa persona que le haría más daño del que imaginaba. En ese momento todo era tan irónico, que me preocupaba por personas que terminaron arrancándome el corazón.
―Kay, no importa que no dure para siempre. Lo importante es que valga la pena, y tú lo vales. Vales cada segundo de mi vida. —Él socavó una carcajada ahogada de su garganta, antes de confesarme—: He estado enamorado de ti toda mi jodida vida.
―Eres un mujeriego —susurré en su mirada.
―Era ―enfatizó―. Cambié por ti
Podía jurarlo sobre la lápida de sus padres y aun así no podía creerle que cambió por una mujer que le daba los buenos días por cortesía. Una persona que había pasado los primeros veinte años de su vida de mujer en mujer, brindado bochornosos espectáculos en la televisión y con un historial de pierna más grandes que revista de ropa interior, no podía convertirse en un monje de monasterio en tan solo un par de meses.
Quizá me equivocaba y Dominic si estaba enamorado de mí, pero los hechos hablan más que las palabras, y él no se tomó la molestia de intentar enamorarme como a cualquier otra persona que hubiese conocido en la calle. Él se limitó a esperar que la noche de bodas estuviera sobre nosotros, para cortejarme cómo se debía.
Él apretó mis manos al tiempo que veía los anillos en nuestros dedos.
―Soy lo bastante tonto de corazón para creer que el amor puede superar todo. Lo único que he deseado los últimos meses, es que este amor que me consume por dentro, llegue a tu corazón y me quieras una gota de lo que yo te amo.
Acunó mi mejilla en su tibia mano, mientras sus ojos ocultaban una gran decepción, vergüenza de hacer el ridículo y tristeza por nunca llegar al corazón de su amada. La felicidad que pasó por la puerta se agotó en esa cama, justo al destapar el corazón que debió permanecer oculto entre las millones de falacias que decíamos cada día.
―Dominic, sentir amor por alguien en ocasiones no es bueno, da miedo. Cuando amas, le das a esa persona el poder de dañarte, destruirte o hacerte la persona más feliz del mundo. ―Presioné mi pecho antes de soltar―: Yo te estoy destruyendo.
―Moriría feliz —consumó.
Era inverosímil que una persona amara al punto de colocar su cuerpo para que la otra persona caminara sobre él y no se lastimara los pies. En mi corazón no existía un amor tan grande como el que Dominic profería, así que no entendía lo que él sería capaz de hacer por mí. Y aunque una parte de mi ser no le creía, la otra ponía en una balanza la capacidad que tenía de engañarme como la serpiente en el Edén.
Me costaba creer que Dominic me estuviese utilizando para revolcarse en una cama prestada, compartir sudor o besar unos frívolos labios sin sentimiento alguno.
Para hacerlo recapacitar de su locura, apreté su rostro hasta enrojecerlo.
―¡No te estás escuchando! —gruñí con la dura mirada sobre él—. Eres especial, Dominic. Eres un hombre apuesto, respetuoso y cortés, pero dentro de mí no te veo más que como un amigo o la persona que me ayudó a subsistir en una mansión. Esta boda es un engaño, tanto para ti como para el resto del Reino Unido.
Él se levantó del piso y caminó al centro de la habitación, con ambas manos en su cabeza. Le preocupaba la situación que comenzaba a suscitarse entre nosotros, aun cuando sabía que tarde o temprano las discusiones iniciarían por la mentira bajo la cual estábamos viviendo. Quería ayudarlo a desprenderse de mí, pero él se adhería cada segundo más a esa parte libre que le permitía. Era como sanguijuela en la piel humana.
Dominic permaneció de espaldas el tiempo suficiente para entender que podía convencerme si pulsaba un poco más. Observé como desprendió las manos de su cabello, frotó su mentón y regresó al piso. Le gustaba estar arrodillado y eso sería bueno si fuese una mujer dominante o el fuese un perro sumiso.
―¿Te mataría intentarlo? ―preguntó con dolor en su mirada.
Las miradas que Dominic dejaba sobre mí me desequilibraban algunos minutos. Era como si tuviese un poder vampírico o fuese un hipnotista. Recordaba que las primeras miradas que él dejó sobre mí eran reverberadas en lujuria; solo buscaban desnudarme tan pronto como fuera posible. Pero las miradas que dejaba sobre mí en ese momento, tenían el poder de debilitar las defensas que armé contra él.
Su mano aún permanecía en mi mejilla cuando contesté:
―Claro que no. Pero no quiero lastimarte.
―El daño me lo provoqué yo mismo al enamorarme de ti.
Debía admitir que el verlo arrodillado frente a mí, siendo más romántico que un oso de caricatura, despertó un nervio dormido; una necesidad de afecto incontenible que no creí que tuviese. Nunca me había sentido así con él, pero en ese momento algo sobrepasaba la temible muralla que alcé contra él desde el momento que lo conocí.
―Estoy enamorado de ti profundamente, sin recelos, sin contradicciones, sin atajos, sin pasatiempos, sin angustias, apasionada y fervientemente —articuló sin una gota de mentira en sus labios, un titubeo en sus palabras o un declive de su mirada—. Cruzaría nadando el mar circasiano solo para verte sonreír, navegaría sin timón para escuchar el latir de tu corazón o bailaría con los Incas si el premio es tu amor.
Tragué al sentir mi boca seca. El choque de emociones distorsiono mi visión y derrumbó mis muros. ¡Demonios! No quería ser una más del montón de mujeres que pasaban por el miembro de un Bush, pero él me convenció como un hombre convence a un niño con dulces de subir a la parte trasera de su camioneta.
—Ya no sé qué decir para probar esta verdad —continuó su melodiosa manera de engatusarme. Él tenía miel en la lengua y veneno en el corazón—. Es un fuego que siento aquí dentro, que me consume el espíritu. Tienes mi vida en tus manos, Kay, y lo que hagas con ella depende de ti. De igual forma, mi corazón siempre será tuyo.
Dominic no era una persona perfecta, pero era real y estaba allí conmigo, en cuerpo mente y espíritu. Y esa jodida parte de su personalidad, era la que me volvía tonta cuando abría su boca y soltaba aquella sarta de melosidades que te enloquecían las hormonas. Sus palabras me idiotizaban, el sonido de su voz era el cauce de una corriente alterna con la cual luchaba, pero nunca logré atravesar.
Mi padre siempre decía que la vida te pondrá obstáculos pero los límites los pones tú. Yo era ese límite que le impedía atravesar la Muralla China, el Mar Rojo o el peligroso Amazonas. Yo era esa limitante de su felicidad, aun cuando le permití buscar otra persona que le brindara aquello que no podía entregarle: mi corazón entero.
―Yo… ―emití antes de robarle un beso.
Fue algo efímero, con la duración del eco en una caverna. Muchas noches me pregunté por qué el impulso se arrebatarle un beso o llegar a la cama con ese hombre, y tras largas noches en vela, entendí que estaba cansada de sentir lástima o pena por mí. Estaba agotada de ser la mujer débil, la que lloraba por todo o solo aquella chica que se dejó lavar el cerebro por una mujer que no era mejor que ella.
La baja autoestima que sentía por mí en ese momento, me condujo a los brazos de un hombre que solo quería una parte de mí que nunca le entregué a nadie más. Tal vez Dominic se convertiría en mi epifanía: eso no imaginado pero esperado en una parte recóndita de mí ser. Quizá me equivocaba de forma garrafal, pero a lo hecho pecho.
El no dudó aquel atisbo de emoción que sentía por él y me elevó de la cama. Fue lo bastante listo como para profundizar el beso antes de arrepentirme de esa terrible decisión. Entrelacé mis manos en su cuello, al tiempo que el sujetó mi cintura y me presionó más a su cuerpo. Fue un momento donde los cuerpos hablaron y las lenguas se enredaron entre aquellos suspiros que tampoco debieron surgir de mi boca.
―No ―susurró él sobre mis labios―. Sé por qué lo haces, Kay, y no es justo para ninguno de los dos. Me viste deprimido, en el piso, y solo quieres consolarme. Esto es muy generoso de tu parte, pero no lo quiero, no así. Es como darle limosna a un pobre.
En parte tenía razón. No lo amaba como para entregarle mi cuerpo, pero decidí que era eso: entregarle el cuerpo a una persona que pasaba por mi vida. Mi corazón seguiría siendo mío hasta que aquel misterioso personaje lo convirtiera en suyo. En ese momento mi cuerpo era de Dominic para hacer lo que quisiera, pero el alma por la que muchos se peleaban, seguiría siendo mía hasta el final de mis tiempos.
En un vago intento por hacerlo callar, estampé mi boca contra la suya.
Le tomé el cabello con la fuerza suficiente para impedir que se alejara de mí. Esa vez, como todo hombre al que se le presiona un poco, se dejó llevar por el deseo que volaba a nuestro alrededor; esa droga mortal de la cual nadie puede escapar: sexo.
Sus manos subieron hasta mi cintura y mis labios exploraron nuevos horizontes que con anterioridad me negué a conocer, pero comenzaban a gustarme de una forma electrizante. Deseaba sentirme amada por una vez en tanto tiempo. Dominic me hacía sentir deseada, apreciada o como la mujer que era. Sí, me equivoqué al dormir con él más de una vez, pero jamás imaginé que esa historia terminaría de esa manera.
Él interrumpió nuestra sesión de aprendizaje, para preguntar:
―¿No quieres comer algo?
No respondí. Me lancé a sus labios como un suicida se lanza al vacío sin mirar atrás o reconsiderar la manera en la que terminará su vida. Dominic se encargó de enseñarme muchas cosas, entre ellas, que la amistad puede terminar de dos maneras: la primera de ella se compone en la metamorfosis de un sentimiento, y la segunda, en la muerte del alma que se niega a cambiar de parecer. La decisión era nuestra; vivir o morir.
Dominic besó mi hombro mientras abría la cremallera del vestido, tanteaba esa piel que ningún otro hombre besó u observó sin ropa. Y aunque sentí un poco de pena por mi desnudez, los besos de Dominic la eliminaron. Ellos se encargaron de difuminar todos los miedos y temores que sentía por un momento de entrega tan carnal como ese.
El vestido que cayó al suelo, fue pateado por alguno de los dos, antes de caminar hasta la orilla de la cama. Volvió a besarme mientras anclaba mis manos a los botones de su camisa, desprendía cada uno y dejaba al descubierto un torso sin vello. Sus duros abdominales eran un delirio para cualquier mujer de catálogo o una simple mundana.
Con sorprendente rapidez nuestra ropa estaba en el piso, sus manos me sujetaron de los muslos y me dejaron sobre la cama. Mi corazón palpitaba a una velocidad nunca antes experimentada, mientras sus manos exploraron mi cuerpo ese amanecer.
Me besó en el cuello, el vientre o los muslos, y un éxtasis que no creí tener se despertó en mí y nos envolvió como el sol que con prontitud entró por las ventanas. Fue lento, romántico y ardiente, aun sin tener la experiencia necesaria para complacerlo de la forma que quizá él esperaba. De igual forma, él no se molestó en enseñarme lo que debía aprender sobre la intimidad entre dos personas que estaban dispuestas a compartir una vida, un trono y el gobierno de una nación.
Mentiría si hubiese dicho que mis intenciones iniciales eran esas. Jamás creí que la primera vez de la princesa de Inglaterra, sería con Dominic Bush, pero la vida te puede sorprender de la manera más estúpida posible.
Era fiel testigo de eso.

Sort:  

Muy linda escritura sigue asi.. me gusto...

excelente!

Pudrete Kay, lo arruinaste. Estoy enojada contigo, como es posible que permitiera eso, ¿dónde carajos está tu autocontrol? Que necesidades ni que ocho cuartos. Y Dominic es un estúpido, un bobo, un imbécil y demás, me caes mal. Fin.

Bello😍

¡@aimeyajure! Muy bueno el contenido, sigue asi!

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Tu forma de escribir es genial. Sigo leyendo esta historia pero no termina de engancharme.

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