Corrupción e implicaciones en el Perú de hoy.
Américas, nos debe constar a todos que tenemos un problema. Y que lo seguiremos teniendo. La corrupción es una enferme- dad hereditaria, autoinmune, de cualquier sistema político donde los seres humanos son sus operadores. No reconoce fronteras de ningún tipo, ya sean ideológicas, de color político, incluso de niveles de fortaleza institucional.
En años recientes, escándalos de corrupción en todo el continente han asomado el problema más a la superficie, dando la impresión de que el fenómeno es nuevo, o más pronunciado en contextos democráticos. Esto no puede estar más alejado de la realidad. La enfermedad de la corrupción, que destruye las partes sanas y bien intencionadas de la política, ha sido implacable y omnipresente en la historia, especialmente cuando se ha pretendido ignorarla.
No es debido a la democracia, sino gracias a ella, que el problema se ventila hoy con mayor franqueza y nos obliga a encararlo.
Lo que hay que combatir es la enfermedad, no el sistema. Cuando juzgamos a la corrupción, como se hace hoy en bue-
na parte de nuestros países, el cuadro deja de ser tan pesimista.
La intención aquí es ser realista. Se precisa de realismo respecto al problema de la corrupción para siquiera intentar abordarlo. Es necesario partir de una premisa esencial, cuya lógica robo del premio nobel de literatura, John Steinbeck: “No es que la cosa mala gane —nunca ganará— pero es que no muere”. La corrupción no se puede destruir completamente. No hay país en el mundo que tenga corrupción cero. Unos tienen más, otros menos. Pero debemos ganarle. Y debemos ganarle en clave de democracia.
La primera buena noticia, como señalé, es que la estamos enfrentando en todo el continente y se ha demostrado que aunque la corrupción quizás nunca morirá, se puede acorralar, se le pue- de ganar y es posible lograr los cambios culturales necesarios.
Así el ideal la nación norteamericana
Para ganarle se necesita entender las causas y nuevas expresiones de la corrupción en democracia, especialmente en democracias jóvenes como las latinoamericanas. Existen todas las razones para necesitar imponernos a la corrupción. Muchos hacen referencia al argumento ético, de que el abuso de poder y la impunidad son inmorales —lo cual es cierto—.
Es obvio: quien ostente un cargo público no debe robar de los impuestos de la gente ni usar influencias para fines personales. Los que buscan el servicio público deben entender de una vez por todas que la política no es una carrera para hacer dinero. Si quieren hacer dinero debemos empujarlos hacia oficios diferentes. Otros han cuantificado el costo económico y costo de la oportunidad de la corrupción, en detrimento de mayor nivel de desarrollo económico y social. También una reflexión acertada.
En lo que hace a la conexión entre corrupción y derechos humanos, se han analizado al menos dos perspectivas diferentes. Por un lado, se estudia si la corrupción en sí, en tanto acción llevada a cabo por funcionarios públicos, implica una violación a los derechos humanos. Indudable y esencialmente lo es, en tanto lesiona los principios básicos de una democracia de igualdad de oportunidades para los ciudadanos. Solo accede a derechos quien puede comprarlos. También colide con el interés público, al originarse en la superposición de interés público y privado de los responsables.
Es la segunda perspectiva, que claramente es consecuencia de la primera, la que más nos preocupa. Esto es, cuando la corrupción llega a extremos de debilitamiento institucional que conllevan a la consolidación de la impunidad. Cuando ello ocurre, las garantías del derecho desaparecen por completo. Los derechos se relativizan, haciendo tambalear o desnaturalizando por completo el Estado de derecho. El espacio de denuncia de la sociedad civil se reduce a una expresión mínima cuando los contrapesos establecidos en las constituciones para garantizar los derechos a las y los ciudadanos —y que sirven de límite fundamental a un poder o a los poderes del Estado— dejan de ser efectivos jurídica- mente y dejan de ser también instrumentos válidos para detener la corrupción, o las violaciones de derechos humanos o desastres ambientales. Las fuerzas “del orden” pueden avasallar derechos sin motivos con la complicidad de los demás poderes del Estado y se generan las condiciones para las peores aberraciones. Las sociedades más corruptas son también las sociedades del deterioro de los derechos humanos.
En este caso, haré referencia a las razones que considero más relevantes, dada la coyuntura regional.
La corrupción engendra corrupción, y a una velocidad más rápida que a la que la democracia puede defenderse. Este abuso causa inestabilidad política y socava la institucionalidad formal mientras construye una paralela, caracterizada por malas prácticas contagiosas.
Presidentes que han renunciado, que son enjuiciados y encarcelados, o que son presionados para actuar y terminan adoptando medidas para disimular y orear la presión, son solo la parte visible.
Es muy probable que sostener prácticas de corrupción al más alto nivel, implique el apoyo de la estructura detrás y debajo del poder. Además, mandos medios y bajos siguen el ejemplo o forjan el ejemplo sobre el máximo liderazgo respecto a la permisividad de prácticas corruptas. Por esta razón, no es posible el menor margen de tolerancia. Como enfermedad, la corrupción es capaz de permear por completo un sistema político, afectándolo desde la cúpula hasta las actividades más cotidianas de convivencia social, como puede ser obtener un número para hacer un trámite burocrático básico.
Es también preocupante el desmérito del servicio público. Este es un efecto de la ola de escándalos y protesta ciudadana sobre la percepción de las nuevas generaciones. La persistencia de corrupción en la política atrae a personas no adecuadas para cargos públicos y desincentiva y ahuyenta a quienes tienen una genuina vocación de servicio público
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