Eva y su padre y el cura don Orencio. Capítulo 51

in #sapanish7 years ago (edited)

51
Durante el viaje tuvieron tiempo para todo tipo de conversaciones. Sin duda, la que se refería al Vasco fue la única que intranquilizó al padre, quien escuchaba con singular atención no fuera a ser que alguien pudiera malograr la sensibilidad de su niña. Cuando le dijo que deseaba casarse muy pronto, se electrizaron sus cabellos; sabía que no valdrían palabras para disuadir a Eva de sus propósitos dada la firmeza de su carácter, por lo que prefirió abordar el asunto de otra manera:
—Aunque no tenga padre ni madre, alguien quedará de su familia, algún tío o primo. Yo nunca te prohibiré que te cases; además ya has cumplido dieciocho años y me podrías deshacer cualquier argumento con el que lo intentara; lo que sí tengo que advertirte es que el matrimonio es algo muy serio que puede acarrear la infelicidad en la vida.
—O la felicidad, como va a ser mi caso —contrarió Eva el consejo sin afán de menosprecio.
—Eso es un concepto vano —repuso el padre—. Para sentirse feliz hay que ser un ignorante y creer todo lo que interese. El cerebro humano es muy frágil y fácilmente se cae en el fanatismo. Yo creo que hay una relación de proporcionalidad directa entre ignorancia y fanatismo.
—No estoy de acuerdo con lo que dices —machacó Eva su discrepancia. Lapidario, el padre:
—La felicidad se esconde en los contrastes; por eso, siempre se ha asociado la felicidad con el máximo contraste que es la muerte con respecto a la vida. Una vez pensé en suicidarme para comprobarlo y al final me comporté cobardemente y desistí del intento.
Insistía Eva con pertinacia incansable:
—Yo no estoy de acuerdo contigo en ese aspecto. ¿Tú no crees que el amor lo soluciona casi todo?
Mostró el padre pergeño melancólico:
—Yo no creo en casi nada, hija. Sólo me mantiene el hecho de que tengo una obligación para contigo, y es que tengo que pasarle a tu madre la mensualidad para que te mantenga.
—Entonces, ¿no te va bien con Ivonne? Al veros, imaginaba que erais tan felices.
—Hace un mes que hemos roto; es una furcia que solamente venía conmigo porque le proporcionaba una vida regalada. La eché de mi casa y muy diligente encontró refugio con un político de baja estofa. Ahora, a la prostituta que envuelve a un político tonto se le llama compañera. Las prostitutas de verdad, las que contagian enfermedades, se han quedado para los obreros de los polígonos industriales. Pero, por favor, no me preguntes, pues que te respondiera no conduciría a nada.
Hubo un silencio de seis segundos mirándose y continuó el padre su discurso:
—No te imaginas lo que te agradezco que hayas venido conmigo. Estaba hundido y ahora me mantiene a flote tu presencia.
Eva dejó de pensar en sí misma, dada la depresión que padecía su padre y trató de echarle un cabo que paliara en lo posible la congoja.
—Tienes un poder de convicción que fascina. Aunque sigo sin estar totalmente de acuerdo contigo, no dejan de tener su intríngulis tus sentencias. Pareces un profesor de Filosofía en vez de un ejecutivo de los japoneses.
—Déjate de bromas y entiende mi postura, aunque es difícil que te hagas cargo. En cierta manera es lógico que hayas idealizado a los profesores, que muchas veces se convierten en puntos de referencia sobre todo si se tiene suerte, como parece que tú la vas teniendo. No, no. Mejor ocasión que esta no encontramos para contactar con su familia.
—Te digo que es inútil, papá; no queda nadie; sólo su tío el cura, y ya te dije que está en América.
—Por intentarlo no perdemos nada, aunque sea hablaremos con el Obispo.
—¡Ay, papá! ¡No la líes! ¡Si lo sé no te cuento nada! Además, el tío no es tío, en realidad no es nada; se hizo cargo de él cuando murió su madre, de lo contrario lo hubieran recogido en el orfanato de la Misericordia. Me parece que lo que te disgusta es tener un yerno sin familia, pero cuando lo conozcas, nada más que regresemos, cambiarás de parecer inmediatamente. ¿No dice un refrán que el que casa a un hijo lo pierde y el que casa a una hija gana un hijo? Pues este es el caso, ya verás.
—Siento contrariarte pero quiero que pienses qué harías tú en mi lugar. No me convencerás; no desistiré hasta que no logre conocer a algún allegado suyo. ¿Cómo no va a quedar nadie? Eso es imposible y menos en el País Vasco donde las familias suelen ser muy numerosas. Cambiaremos el rumbo y llegaremos a Bilbao hoy mismo. Tú no te preocupes, que yo me entrevistaré con el Obispo; y seguro que no me ocultará nada, porque los curas son curas, pero no mienten.
—¿Y qué te iba a ocultar?
—Nada, nada. Por supuesto.
A las diez de la noche llegaron a un hotel muy cercano a la sede episcopal bilbaína y alquilaron dos habitaciones. Llovía con agua mortecina. En el vestíbulo del hotel, apenas media docena de clientes silenciosos, acechados por el recepcionista uniformado de aburrimiento; dos letreros en vasco y diez en castellano, al contrario de lo que Eva y su padre hubieran imaginado. Con el alarde de luces en arañas y apliques, casi no se apreciaban las intermitentes de un gran pino navideño. En el restaurante, merluza a la vasca para no ser originales. El padre le decía que ya estaba hasta el cogote de cenas de negocios con hombres pequeñitos chapurreando inglés; porque el japonés es imposible. Cavilaba el padre en voz alta:
—Tiene que haber algo sobrenatural que haya hecho posible este viaje. Tampoco estoy yo muy de acuerdo conmigo mismo: no sólo se encuentra la dicha en los contrastes.
—¡Eres un encanto, papá!
Estas palabras acabaron por insuflar entusiasmo al negror del horizonte al que el padre se veía abocado.
A las ocho de la mañana del día siguiente, el padre salió solo del hotel sin despertar a Eva. La lluvia constante se concentraba en los canalones que escupían a la acera múltiples reguerillos; había que sortearlos para no mojarse los zapatos. Pocas manzanas separaban el hotel de la residencia del Obispo en la que al entrar, a la derecha, se topó con una ventanilla de cristal biselado y arco de medio punto bajo cuarterones de vidrios cuadrados, opacos, engastados en peinazos de vieja madera de castaño, que le recordaba las antiguas estafetas de correos. Dentro, al lado de una centralita de teléfonos, un hombre maduro con aspecto de lego frailuno, voz atiplada y modales de amaneramiento: —El señor Obispo está en Donosti y no vendrá hasta la noche para la misa de Gallo. Mañana: Navidad; y tampoco le puede conceder audiencia. Pero, dígame, a lo mejor yo le puedo resolver algo.
—No es mi intención despreciar los consejos que usted pudiera darme, pero, ha de ser el mismo Obispo, porque se trata de un caso de matrimonio…
Le cortó al instante:
—¡Ah, bueno! Eso es otra cosa. El que lleva todo lo relacionado con el tribunal de la Rota es el secretario y yo creo que sí puede recibirle. Ahora está... diciendo misa —dijo mirando, a través de la parte superior de las gafas bifocales para ver de lejos, un gran reloj de pared del siglo pasado: los números romanos abultados y las agujas de hierro—. Tendrá usted que esperar un poquito, pero terminará pronto porque la dice en el oratorio privado y no es lo mismo que en la iglesia, con homilía.
Esperaría pacientemente hasta que el lego quisiera.
Al cabo de un rato, consultó por teléfono, después de conectar dos clavijas con cables elásticos:
—Un señor desea verle urgentemente para un caso de anulación matrimonial.
El padre de Eva trató de indicarle que él nada de eso le había dicho, mientras que, entusiasmado en la conferencia, el portero no se percató del mohín y siguió insistiendo:
—Sí, sí, claro, urgente.
Colgó el teléfono y le indicó la puerta que tenía que pasar para llegar a un claustro. Al final, a la izquierda, se leía una placa: «SECRETARIO DIOCESANO».
El padre de Eva había adquirido la costumbre, los últimos años, de echar mano a la cartera y responder con mil pesetas. El lego, o lo que fuera, con pantalón por encima del tobillo, sin raya, y con calcetines negros, muy asombrado arrugó la frente y tomó el dinero. El padre de Eva pensó que en ocasiones consigue más un ujier que el mismo presidente.
Abrió la puerta del despacho el propio secretario, un sacerdote muy pulcro con una cruz de plata como insignia en la solapa del traje gris oscuro y alzacuellos con etiqueta blanca, quien lo invitó a sentarse en un tresillo al lado de la ventana de grandes muros. A lo que más se parecía aquella estancia era a un bufete de abogado decimonónico.
El padre de Eva, con la gabardina de tantos botones, podía ser un detective privado, como los de las películas de la tele, que eran las únicas que veía don Orencio Urrutia Méndez, hijo de padre vasco y madre castellana, ordenado de sacerdote en el año 1950 según se veía en un cuadro confeccionado por manos de monjas, donde conservaba la cinta con la que, simbolizando algún misterio, el Ordinario oficiante en las sagradas órdenes le ataba las manos en la ceremonia. A los ojos del preste, pudiera tratarse de un emisario de Esteban Arias Hernández, quien desde América, ya en otra ocasión, pidió algunas informaciones a los curas de la diócesis en los que confiaba, pues, sin duda, eran las únicas personas a las que podría encomendar sus tribulaciones, porque el padre de Eva fue al grano sin ninguna clase de rodeos diciéndole que su hija contraería matrimonio canónico, claro, con el sobrino de un sacerdote que había pertenecido a aquella misma diócesis y del que no tenía más noticia; y que como podría comprender, como padre de la novia, le correspondía enterarse de los antecedentes familiares de su futuro yerno. Tan ingenuamente metió al cura en un brete, que no entendía el porqué del manejo nervioso del pañuelo blanco, con el que restregaba la frente y el cuello. A pesar de todo, el cura don Orencio hizo gala de su ardid de jurisconsulto especialista en Derecho Canónico, y, de ser interrogado, se convirtió en persona interrogante. De esta manera, ya estaba jugando en su campo con algún gol de ventaja, pues no necesitó más el pañuelo. El padre de Eva fue respondiendo, como si fuera llevado por el viento, a todas las preguntas, ya perspicaces, ya sin importancia, con la mayor sinceridad del mundo; sólo mintió en una: la concerniente a su divorcio, representando el papel de ejemplar padre de familia cristiana, pues consideró que su estado en nada favorecería, en aquel lugar, la investigación que intentaba llevar a cabo.
Satisfecho don Orencio, sonrió pensativo, extremó los modales, cambió el semblante tornándolo serio, empezó el monólogo y se sinceró arrellanándose en su trono:
—Efectivamente, don Esteban Arias Hernández perteneció a este presbiterio procedente de la diócesis de Astorga, y desde aquí se fue a la de Arequipa, en Perú, para que su nombre no manchara a la Santa Madre Iglesia, pues tuvo un desliz y cayó en un asunto turbio. Obispos hemos tenido ya varios en estos años, pero consiliario, he sido yo el único desde entonces; por eso es mejor que le haya informado yo que el Señor Obispo. Yo no necesito leer los expedientes canónicos porque los conozco de memoria, y no media en el caso «sigilum confessionis». Don Esteban dirigía espiritualmente a una muchacha de diecisiete años, de muy buena familia, cuyo padre era un bienhechor de la Diócesis, que en paz descanse; y la madre, una santa, que Dios tenga en la Gloria. Soportaron dos martirios: la quiebra de la empresa y lo de la hija. Terminaron los dos en un asilo de ancianos desamparados. La muchacha dio a luz un niño siendo soltera. ¡Pobre muchacha! ¡Parece imposible que naturaleza humana pueda sufrir tanto! Se llama Itziar Marculeta Etxeverría.
El padre de Eva se aturdió y puso la espalda tiesa despegándola del respaldo del asiento:
—¿Cómo que se llama? ¿No se había muerto?
—Bueno, bueno, no se inquiete hijo; no se inquiete que termino de explicarle: en aquellos tiempos, aunque parezca mentira, era imposible secularizarse; era necesario apostatar de la fe cristiana, y don Esteban optó por seguir siendo sacerdote para salvar su alma. Eran otros tiempos... Hoy día la Iglesia tendría otros mecanismos jurídicos para resolverlo, pero no podemos juzgar aquella situación anacrónicamente.
—Eso quiere decir que don Esteban era el padre de la criatura —se alteró el padre de Eva levantándose del asiento.
Don Orencio intentó tranquilizarlo extendiendo su mano rolliza como si de arriba a abajo abanicara el aire:
—Siéntese, hijo, siéntese. Dado el caso, me veo en la obligación de estricta conciencia de explicarle las cosas como fueron: ¡Casi como una tragedia!
—¿Y usted no me puede dar la dirección de la madre? —se agitó el padre de Eva.
El consiliario siguió con palabras lentas:
—Eso es lo más triste. La pobre está internada en el hospital psiquiátrico. Perdió el habla y las facultades mentales. Canónicamente no existe impedimento para que su hija, de usted, contraiga matrimonio con aquel niño, y civilmente figura como hijo adoptivo de don Esteban, que ya está secularizado y vive en algún lugar de América. Lo que ha supuesto una sorpresa para mí es que José Antonio viniera él solo a España y no trajera a su padre. No debe de saber todavía que su madre vive, pero tendrá usted que decírselo.
—¿Yo?
—Será el más indicado para ello. Al fin y al cabo usted tomará el relevo, ya que será el padre político.
—¡No, No! ¿Quién me manda a mí meterme donde nadie me llama? —se descompuso el padre de Eva—. Sólo soy padre de mi hija, y él, además de tener treinta años, tiene padre perfectamente sano. ¡Eso ni pensarlo! Yo creo que lo mejor es que mi hija no se entere y la convenza de que debe dejarlo. ¿Dónde va mi niña con un hombre que le saca doce años? Esto es una locura, hombre, esto es una locura. Un capricho de la niña. ¿Qué sabe ella lo que es el matrimonio? ¡Yo, ni lo conozco! ¡Menudo pajarraco! —aceleraba la velocidad de su enojo con la voz alta, sin comedimiento—: ¡Escolti mossèn, els fotaré dues hòsties a cadascun! —rectificó al momento—: Perdone, cuando me enfado me sale catalán por todas partes. Quería decirle que si es necesario les pegaré dos hostias a cada uno y que se dejen de bobadas. ¡Vaya manera de truncar la juventud de mi hija, y los estudios, y todo! De ninguna manera, esto lo arreglo yo pronto.
Mossèn Orencio se puso muy digno y cerró los ojos:
—¡Caballero, está usted profanando esta casa con sus blasfemias!

Se desconcertó el padre de Eva y miró de lado como si hubiera quedado petrificado:
¿Qué dice?
—Que cuide su vocabulario.
—¡Ah! ¿Por qué? ¿Por lo de las hostias? En Cataluña ni siquiera es taco, lo dicen hasta los curas; y no le daré dos, le daré cuatro, o diez, o las que hagan falta.
Montó en cólera de tal manera, que se olvidó de despedirse para salir del religioso recinto. Seguía lloviendo y compró un paraguas en la primera tienda. Antes de entrar en el hotel se sosegó lo suficiente tomando un chocolate con churros.
Don Orencio quedó pensando que mejor hubiera sido no haberle dicho nada.

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