Durante tanto, tanto tiempo, compartimos risas y juegos en aquella temprana adolescencia, con encuentros amenos que se convirtieron en tradición en aquel memorable parque. Desde que tenía 10 años la dulce Helena me hizo sentir el amor como solo un inocente niño podría hacerlo, en cambio a la acelerada Cristina la conocí mucho antes, no recuerdo un momento en mi vida en el cual no contara con ella.

Aquel parque de skate donde nos encontrábamos entonces, era el centro de nuestra vida: Allí pasamos incontables tardes, conocimos los más afables personajes y vivimos las más emocionantes aventuras. Cristi patinaba como pocos lo hacen, bastaba para ella tener una buena tabla para convertir su longboarding en una hermosa danza, serpenteado en su camino y haciendo hermosas coreografías. Yo por mi parte nunca fui bueno con las tablas, pero mi habilidad para que mi cuerpo fluyera entre obstáculos en la practica del parkour era algo interesante de ver, o eso me hacía pensar Helena, quien nos observaba desde aquellas gradas siempre, motivándonos a ambos a hacer nuestro mejor trabajo.

Esa época inolvidable, perfecta, quizás fue incompleta para mí. Respeté aquella noble amistad que tuvimos guardando el secreto de lo que sentía, aunque realmente tenía miedo de perder a Helena al confesarle mi sentimiento, lo guardé muy dentro de mí luchando por que desapareciera pero, cada vez que la acompañaba y lograba con algún chiste provocar su sonrisa mágica. Ese sentimiento solo se hacía más fuerte; no existía el mundo cuando la miraba. Solo ella con su corto cabello que teñía cada tanto, solo existía ella con su peculiar forma de mirar, torciendo la boca y abriendo grandes sus ojos tras el cristal de sus lentes. Cristi siempre estuvo allí, ella era esa amiga que sentía como hermana, era esa amiga que siempre estaba dispuesta para escucharme, era esa amiga a la que le contaba todo, pero nunca le confesé mi mayor secreto: Que amaba profundamente a nuestra mejor amiga.