La Sustancia
Rene Descartes (1596-1650) Fue el primer gran filósofo racionalista y dejó para la posteridad, entre otras cosas, su definición de sustancia como aquello que se basta solo a sí mismo para existir. Sin embargo, la incoherencia que manifestaba y de la que nos hicimos eco en su día fue también notada por Spinoza y Leibniz, quienes decidieron coger la alternativa.
Baruch Spinoza (1632-1677)
Spinoza toma como punto de partida una definición de sustancia similar a la de Descartes: “aquello que es en sí y se define por sí, aquello cuyo concepto para formarse no precisa el concepto de otra cosa” y le añade algunas consideraciones más.
Primero, deduce que existir forma parte de la naturaleza de la sustancia, pues “una sustancia no puede ser producida por otra cosa; será por tanto causa de sí, es decir, que su esencia implica necesariamente la existencia”.
Segundo, la sustancia es infinita, pues si fuera finita, entonces “debería ser limitada por otra cosa de su misma naturaleza, que también debería existir” y como Spinoza parte de la asunción de que “no existe más que una única sustancia con el mismo atributo” y la finitud implica que habría dos sustancias con el mismo atributo, concluye que concebir la sustancia como finita es absurdo, así que esta es infinita.
La única entidad que cae bajo la definición spinoziana de sustancia es Dios o la naturaleza (Deus sive natura). El punto de vista de Spinoza es monista.
Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716)
A Leibniz, por su parte, no le hizo demasiada gracia la definición de sustancia que manejó Descartes, por lo que decidió dar una definición aristotélica de sustancia, entendiéndola como la cosa individual de la que se predican atributos.
Además, su concepción de sustancia es más dinámica que la cartesiana, en la medida en que para Leibniz, la sustancia es un ente dotado con la fuerza de obrar. La sustancia es actividad.
Para referirse a las sustancias, Leibniz introdujo un concepto técnico: el de mónada, que proviene del griego monás, que significa lo que es uno, unidad. La propia etimología del griego ya recoge, en parte, su definición de sustancia.
En cualquier caso, Leibniz dice que las mónadas son unidades simples, son los elementos de las cosas y gracias a ellas hay compuestos (un árbol, por ejemplo, es un compuesto). Las mónadas, además, son inextensas e indivisibles y poseen percepción y apetición.
La percepción no es exclusiva del alma humana, sino que plantas, animales y humanos perciben. Desde esta perspectiva, las mónadas, cada mónada particular, representa el universo a su manera: cada mónada es una perspectiva individual del todo.
Las representaciones del universo de cada mónada se distinguen por el tipo, habiendo una escala que va desde las percepciones más oscuras hasta las más claras y distintas.
Pero esto no es todo. Cuando Leibniz habla de la percepción de las mónadas no se refiere a percibir el mundo externo a la mónada, sino a percibir lo que está contenido en ellas. Su famosa máxima resume este punto de vista: Las mónadas no tienen ventanas.
En cuanto a su naturaleza intrínseca, las mónadas son finitas y limitadas, sin embargo, no es así en cuanto a su modo de percibir. Ellas perciben siempre el mismo objeto, el todo. Y, en este sentido, su percepción es trascendente: desde su particular punto de vista, la mónada, por oscura que sea su percepción, lo es de toda la realidad.
Así, para Leibniz hay una multitud de mónadas, con distintos grados de percepción de la realidad como un todo, cada una de las cuales es como un universo diferente, esto es, una perspectiva individual de los diferentes puntos de vista de cada mónada.
Por lo demás, la importancia de la teoría de las mónadas de Leibniz estriba en su modo de concebir las relaciones pensamiento-realidad. Leibniz identificó las relaciones entre la conciencia y la realidad (mente-cuerpo) con las relaciones de cada mónada con lo que está fuera.
Cada una va a su bola y la armonía que parece haber entre mi deseo entre querer menear mi brazo y el movimiento de mi brazo, no es más que la armonía preestablecida por Dios, el rey de las mónadas, quien ha hecho que funcionen sincrónicamente, como si de dos relojes se tratara.
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