En algún lugar un niño toma la siesta. Y otros juegan no muy lejos. La brisa trae música ligera, una nana que se duerme junto al mosquitero, mientras el zumbido cuenta todos los secretos del día que se apaga. El silencio sonríe a los sonidos suaves de la conversación de los viejos y olfatea una por una cada taza de café.

Son las 4 de la tarde y las flores del apamate, indulgentes, se dejan acariciar por el viento que ya comienza a agitarse y a perder su calidez traída de la mañana; la piel amatista deja su rastro invisible en la tierra y le recuerda a la anciana que ya no habla sobre lo que vamos dejando atrás. La guarnición gastada de su silla vieja, los largueros arqueados por el peso de una vida concurrida y olvidada ya no soportarían más que su cuerpecillo de ave, cada día más liviano.

El sueño del niño contempla desde la habitación del fondo. Aprende de cada susurro, del roce de los pies contra las baldosas, de las miradas que todos creen que no ve, de los aromas que se cuelan de la calle, de la cocina, de las habitaciones.

Siendo un hombre, el niño recuerda este sueño que todos suponían distraído. Siendo un hombre, él guarda el sueño de otro niño y se pregunta si acaso la vejez lo hallará en silencio frente a algún apamate en horas de una siesta eterna.