Santa María de Veruela: un monasterio con color de otoño
Siempre que visito el monasterio de Santa María de Veruela, pienso inevitablemente en el otoño. Las tonalidades de la luz, en su interior, al incidir sobre las viejas piedras de la iglesia, me recuerdan esos tonos dorados, ocres y cremas que van adquiriendo las hojas de los árboles, una vez rendidas a su propio holocausto, y después llevadas en volandas al Reino del Ocaso por el gélido aliento del invierno.
Su situación, a los pies del mítico Moncayo, contribuye aún más, si cabe, a hacer que en la visita, se valore ese sentimiento de nostálgico romanticismo, en el que intervino, también, la presencia, en tiempos, de uno de nuestros más grandes poetas y narradores de leyendas, cuya poesía, según el crítico de Arte, Eugenio d’Ors, era ‘como un acordeón tocado por un ángel’: Gustavo Adolfo Bécquer.
De hecho, una importante parte de su delicada literatura, tuvo su nacimiento aquí, en este inmemorial cenobio -fundado por monjes procedentes del monasterio navarro de Fitero- mientras intentaba reestablecerse de ese auténtico cáncer del siglo XIX, que para mucha gente de la época, fue lesa enfermedad, tan mortal como la peste, llamada tuberculosis.
Aquí, asaltada su imaginación por los silencios prolongados, los misteriosos claroscuros de un claustro cuyas paredes todavía conservan los símbolos crípticos y mágicos de los anónimos canteros medievales que construyeron este refugio de la fe, en medio de ese ‘territorio comanche’ donde incluso hoy alienta con fuerza el eco de inmemoriales y terribles cultos, el febril y enfermizo poeta sevillano legó a la posteridad una detallada descripción de su vida, y por defecto, de sus propias vivencias, que bajo el título de ‘Cartas desde mi celda’, constituyen, hoy en día, un pequeño tesoro bibliográfico que no ha de faltar en ninguna biblioteca que se precie.
Aquí pues, en estas ‘nieves de antaño’, como diría el poeta libertino francés, François Villon, es muy posible que también nuestro desafortunado poeta, se dejara llevar por la ensoñación, contemplando esas mismas ilusiones cromáticas, mientras el eco de los tacones de sus botas resonaban sobre el milenario enlosado como ramas que se tronchan, mientras paseaba enfebrecido por el deambulatorio, pensando –y metafóricamente hablando, quizás con razón- que caminaba por un pequeño bosque encantado, donde el otoño interpretaba presuroso su papel de Don Carnal, viviendo el momento –Carpe Diem- antes de que el cercano invierno le alcanzara, bajo el correspondiente disfraz de Doña Cuaresma.
En definitiva: Santa María de Veruela, un monasterio con color de otoño.
Pequeño homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer.
AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.
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