Antes de comenzar la presente historia, que no trata, sino de una especulación romántica acerca de un importante episodio en la vida de Edgar Allan Poe, me gustaría llamar su atención sobre el lugar en el que ocurrió, Providence, Rhode Island, y advertirles acerca de esa sugerente casualidad que hizo que precisamente allí naciera también, algunos años después, otro grande la literatura de terror: Howard Phillips Lovecraft.

Detalle que lleva a plantearme, hipotética y metafóricamente hablando –tomen nota de esto, por favor- el eterno tema de los precursores –que no es lo mismo, que el del eterno retorno, que ya tratara olímpicamente ese gran hermeneuta que fuera Mircea Eliade- y ver en Poe aquél profeta o Bautista moderno que ya viniera anunciando la llegada del otro, si bien, por lo que podría suponerse como un desafortunado cruce de cigüeñas, no llegaran a conocerse, ni tampoco a darse el santo consolamento del bautismo, a excepción de la tinta de unos libros y unas historias que bien pudieran considerarse como el Pentecostés que abrió la mente de Lovecraft, sugiriéndole ese auténtico Apocalipsis sanjuanense, que después de todo, son los Mitos de Cthulhu.

Si me han acompañado hasta aquí y no han salido corriendo al grito desesperado de ‘huid, que viene juancar’, es de prever que les cueste creer en unos antecedentes revestidos de una aparente inocencia romántica, como para considerarse, con toda justicia, como la contrapartida generosa con la que la vida nos gratifica en ocasiones, para combatir de igual a igual con ese sempiterno donjuán de armas tomar, que tanto ustedes como yo, estaremos de acuerdo, al menos, en considerar a un canalla, que responde, sencillamente, al nombre de tedio.

El tedio, equitativa y comparativamente hablando, es como las horas: generalmente hiere; y al final, como aquéllas, también acaba matando. Para decirlo más claro todavía: si la Muerte se representa con la figura de un esqueleto, el tedio no sería otra cosa que su mortífera guadaña.

Quiero imaginar –y así les invito a hacerlo a ustedes también- que en aquella velada en casa de su estimada amiga, la poetisa Frances Sargeant Osgood, el Arcano Mayor que acompañaba a Edgar en las intimidades del salón victoriano, donde apenas penetraba un débil resquicio de luz, que como las ninfas de la enfebrecida imaginación de Gustavo Adolfo Bécquer parecía deslizarse seductoramente como un rayo de luna por los metafóricos ríos de la ventana, era precisamente la Muerte.

El tedio, por supuesto, era esa guadaña que intentaba cortar de raíz el coro de murmullos y risitas apenas disimuladas por las máscaras que manos y pañuelos, que como la pesada losa de un sepulcro, cubrían las bocas de unas damas y de unos caballeros ridículamente banales, que entendían la poesía en general y la poesía de Frances en particular, como un acordeón manejado por un ángel (1).

Poe, quizás porque los efectos del láudano y del whisky habían tenido tiempo suficiente para evaporarse en el limbo de lo perdido, permanecía reclinado en un sillón, lo suficientemente apartado del resto, como para considerarse un émulo de Robinson Crusoe, rodeado por un metafórico e infranqueable océano de ignorancia.

Frances era una mujer menuda, poseedora de una espléndida cabellera de color azabache, que solía llevar cotidianamente recogida en un gracioso moño alrededor de su nuca. Del color del carbunclo eran también sus ojos, ligeramente almendrados, como los de un tierno cervato y su piel eran tan blanca como la harina recién molida en uno de esos molinos situados estratégicamente en lugares donde los ríos hacen discretos arcos de ballesta, que permiten el baño desnudo de la luna todas las noches. Su voz poseía, además, esa musicalidad entrañable que caracteriza al petirrojo, la cual, unida a ese volcán de lava metafísica en el que su espíritu se sumergía frecuentemente, lograba que éste renaciera constantemente, felizmente poseedor de un rico simbolismo.

Hasta tal punto admiraba Poe a Frances, que solía decir, cuando el láudano le acorralaba contra las afiladas púas de las alambradas de la nostalgia, que si hay algo verdaderamente intenso en el mundo, no es otra cosa que la fuerza arrolladora contenida en la poesía que brota del alma de una mujer.

Y a pesar de no creer en el Destino, ni ser tampoco partidario de las tretas que el romanticismo le achacaba, seguramente como revulsivo a su propia cobardía, lejos estaba de saber, que cuando el último de los encopetados asistentes se despidió de la poetisa, con exceso de galantes pero en el fondo insípidos parabienes, su paseo por Providence, colgado del brazo de ella, sería el preludio para hacer buena la frase de un cínico anónimo, que dijo aquello de que el mundo es una historia de amor y desengaño.

Fin de la Primera Parte

Notas, Referencias y Bibliografía:

(1) Esta frase la diría, poco menos que un siglo después, el crítico español Eugenio d’Ors, intentando acallar las conciencias de los numerosos detractores que todavía no se atrevían a aceptar y por supuesto, a manifestar públicamente, la candorosa pero vital esencia que se ocultaba, en realidad, detrás de la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer.

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