Los brazos mecánicos de la compactadora, rechinaban estridentemente agujereando mis oídos, parecía que el metal estaba fatigado al borde de la fractura.

Estaba cansado de ver el monótono espectáculo, día tras día, pero hoy era distinto, el armatoste de metal, con si tuviera voluntad propia, resistía el empuje constante de la poderosa maquinaria.

Mi trabajo es sencillo, supervisar que la máquina reduzca a cubos los vehículos que por ley no pueden circular en virtud de la nueva legislación ambientalista. Hasta ahora, ningún carro había resistido el empuje omnidireccional de la hidráulica. ¿Qué tenía ese bólido de especial para aguantar semejante presión?

Inmediatamente revisé la relación de carga, para mi sorpresa, el propietario del armatoste era nada menos que Clark Kent. Era una mala jugada, quién podría destruir el carro de Superman, lo que si me quedaba claro, es que ni siquiera Superman está por encima de la ley.

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