Odiaba cuando mis hermanos mayores nos visitaban, odiaba ser el menor, odiaba el piso de mi casa. Cada vez que se acordaban de mis padres, yo debía abandonar mi cama y cedérsela a ellos porque “eran visita”.

Durante aquellos días no conciliaba el sueño. Mi cama mutaba para convertirse en dos sábanas en desuso puestas sobre un colchón con olor a guardado. No había suficiente espacio en aquella morada para levantar mi tienda de campaña (construida con dos almohadas y una cobija inmensa), la misma que me protegía cada noche de él.

Antes de las 12 mi mamá apagaba las luces. Todos caían exhaustos tras celebrar a los visitantes menos yo, el hermano menor que dormía tirado en la sala. Allí él era dueño. Ese era su territorio. Las sombras me miraban desde todos los ángulos y se camuflajeaban entre jarrones y adornos al amanecer. La noche del 2 de mayo fue diferente.

Era domingo. Todos se durmieron más temprano de lo normal. Por primera vez yo también me dormí.

Desperté en un lugar parecido a mi sala, con los objetos dispuestos como en mi sala, pero no era yo en mi sala. El sentimiento de vacío me produjo un miedo atronador, de esos que emergen cuando nos sentimos desorientados. Quise gritar. Una mano pequeña tapó mi boca. Al forcejear fuimos a parar frente al espejo; era yo callándome y al mismo tiempo diciéndome al oído:

• Esta noche tú eres la visita. Recibirás lo que tanto has deseado.