Sudoralis Loa

Sudaba. Siempre era así. Cuando el profesor lo enviaba a la pizarra, una gran mancha húmeda aparecía en su espalda. Y podía oír las risitas. Los muy maricas. Desde la oscuridad veían a la mujer andar por la casa alumbrada. La había tenido cerca una o dos veces sin compartir la visión de Teo: “Está buenísima”. Turbante rojo, faldas espaciosas, más bien le había caído mal porque al hablar mostraba en la punta de su roja lengua un objeto que no pudo identificar: puntiagudo e iridiscente, aparecía por momentos y luego no estaba. Se había estremecido sin saber por qué. La veían cruzar las ventanas. Teo avanzó. Le avisaría cuando la mujer, de ébano puro y mirada insondable, se bañara. Podrían vigiarla. Él sabía cómo. Ahora reapareció: “Ya se oye la regadera”, susurró. Adentro, se sentía un olor dulzón, desagradable. De nuevo los sudores. Ahora torrenciales. Miró a Teo. Sonreía de una forma… Nunca le había visto esa mirada gélida, como hipnotizada; fisgón de puta madre al que nada detenía. La cocina, amplia, sin puertas. Teo subió al mesón y atisbó por una escotilla. Al poco tiempo le hizo una seña para que se le uniera. Sudaba. Cuando se acercó al mesón, ella entró: flotaba oliendo a azahares podridos, a noche ciega, a eternidad. Una neblina verdosa se apoderó del ambiente. “Tendrás tu recompensa por los buenos servicios”, dijo a Teo, melosa y enigmática; y aproximó su boca a él para besarlo en el cuello húmedo. Desde entonces no suda.