Si ella hubiese nacido arrullada por tonadas de samba, sus encantadores hoyuelos del rostro, los hombros y los de la baja espalda, tendrían un efecto mágico. Los hombres se encantarían con ella.
En algún lugar habría un príncipe esperándola.

Él, tal como sus ancestros, era montañés y considerado un dios viviente. Modelaba con las cenizas volcánicas y barro su imagen, en los vasos cerámicos. También hacía copias exactas de las piezas mochicas, de eso vivía, antes de su iniciación sexual en las computadoras, traídas por los vulcanólogos.
Expectante desde la instalación, percibió a la pantalla como un trozo de cielo viscoso. Los extranjeros colocaron una cámara cerca del volcán y otra, le dijeron, desde un satélite y le señalaron el firmamento. Ubicaron el resto del equipo dentro de su casa, por estar en lo más alto del poblado. A través de ellos dimensionaban la efervescencia infernal.
Al paso, aprendió los secretos del cibersexo. Entre bromas comenzó sus intercambios falaces con hembras ansiosas. Deliraba ante el juego de los hoyuelos.

Las heladas de la sierra calmaron el magma. Todos buscaron su sino.

El alter ego del andino, lo llevó a cruzar la línea imaginaria del Ecuador, para sentir aquellas manos diligentes abriéndole paso, al umbral de la creación misma.
Guiado por el travieso canto de ella, la descubrió encendiendo una lámpara de aceite. Él, medio sonreído le mostró uno de sus vasos cerámicos, le acercó la bebida y ella tomó un sorbo. La mujer, al reconocer en el recipiente, el atributo del dios Príamo, soltó el vaso.