“En el pueblo dicen que puedes conseguir una abducción”.
El viejo estaba muy pancho, sobre un fardo de paja. Ni idea de cómo aguantaba el frío a esa altura. Usaba una cosa griega; el hombro flaco afuera.
“¿Quieres un porrito?”, dijo.
¿Y qué?, “Vainas de viejo”, pensé. Estaba buena. Tampoco sé cómo hacía con la yerba.
"Una abducción", dijo, “con retorno, primera clase o turista”. Mostraba los dientecitos amarillos. No sonreía; no parecía serio.
“Nada de retorno, mayor. Mucha mierda”.
"Tendrás que pasar unas pruebas", dijo. "¿Eres virgen?"
“¡No!”
"¿Eres mariquita?"
Y ahí me lo pensé, hermano. El man usaba vestido… ¿Y si quería echar uno? Tenía veinte años aguantando frío en esa cueva...
“¡No!”, le dije.
Me miró largo, sin hablar. Los ojos como tizones negros enterrados bajo montones de arrugas. Era como si me viera desnudo. Empecé a sentir congeladas las pelotas.
La cosa comenzó a parecerme una mierda bufa.
Entonces, lo noté: Nada olía. Ni el viejo, ni la paja... Y sus ojos: rojo encendido. Paralizaba el corazón.
Si algo he olido en este culo de mundo es paja, man, y bosta de vaca.
Lo piqué con la suiza. No mucho. Pero el viejo era puro pellejo.

Los tipos transparentes aparecieron de la nada, los cascos llenos de tubos. Flotaban livianos. Un vapor salía de sus botas. Por la boca de la cueva vi la curva de la nave, reflejando la nieve del pico. Cegaba. Recogieron al viejo, que boqueaba quedito. Ni me miraron.
“Pero tengo miedo, man. Mira mis manos.
Estoy desapareciendo”.