Siempre era lo mismo, mucha violencia y poca comida. Papá bebía demasiado. Incontables las noches que pasé inmóvil en la oscuridad. Me escondía por órdenes de mamá. Mordiéndome los labios hasta sangrar y reprimiéndome el llanto para no delatar mi ubicación. Escuchaba los gritos y sollozos de mi madre seguidos por los estruendosos golpes que aún hoy retumban en mi mente.

     Pero las fiestas eran diferentes. El tío Anselmo era lo más preciado de la navidad. Aparecía con su gigante sobretodo marrón y su bufanda verde. El hermanito menor de mamá era un gigante, con cara siempre rosada debajo de su bigote grueso rubio. Tenía una carcajada rápida que nos contagiaba al reírse sorpresivamente de sus chistes nada graciosos. Al fin nos encontramos riendo todos sin saber muy bien porqué. ¡Hasta papá! A veces descubría una mueca que debía ser una risa en su tenebroso rostro.

     El tío siempre me regalaba unas gomitas riquísimas que solamente veía a través de los vidrios del almacén, empañados por mi respiración hambrienta. Comía una o dos delante de él para aparentar y guardarme el resto. Aprendí que los dulces saben mejor en momentos amargos. Papá era un católico riguroso y el tío ya no traía historietas o juguetes (luego de enterarse que estos ardían en el fuego) sino que a escondidas deslizaba unos arrugados billetes en mi abrigo.

     Rompía lo oscuro del ambiente, era como un ángel. Cuando era chico, mi amanecer se llamaba Anselmo. No solo traía mucha comida, que devoraba yo hasta caer semi dormido en la mesa; si no que era un sujeto sumamente agradable y dado. En casa el sol salía una vez al año.

     Pero todo cambió. Tenía 12 años y dormitaba después de haberme atorado con cualquier cosa comestible. El viejo se había pasado de grapa. Muy borracho se le escapó una bofetada a mamá. Al levantarse de la mesa, Anselmo creció varias veces su tamaño. Levantó a mi padre del cuello y con un ruido seco se lo partió. El tío desapareció, la policía lo buscó por años. Nunca vi algo así, los héroes existen.