Hoy quiero contarles acerca de un acontecimiento, un espectáculo hermoso y frio por demás y del cual quedó evidencia más allá de la visible.

Salí muy temprano al frente de la casa y con solo respirar lo supe. Sabía que ese día sería especial, un día imposible de olvidar. Cuando se hicieron las siete de la mañana, una fría brisa comenzó a hacerse sentir. Todos estábamos sentados tomando la segunda taza de café del día y esperando que lloviera, sin embargo no pasó. Decidimos entonces salir a hacer nuestras actividades correspondientes a ese día, yo tenía que ir al pueblo a comprar comestibles.

Nos montamos en mi carrito y comenzamos a bajar en dirección al pueblo, pero de repente y como si hubiesen abierto una puerta empezamos a ver como caía nieve emulando copitos de nube. Ya íbamos a mitad de camino y decidimos no devolvernos sino seguir y cumplir con lo que teníamos pendiente.

Por un momento creímos que la nieve caería como en otras oportunidades, por poco tiempo; pero no fue así. Continuó nevando de manera que tuvimos que quedarnos donde estábamos. Ese día nevó como hacía muchísimo tiempo no había ocurrido, mis amigos y yo salimos del carro solo para sentir como caía sobre nuestros rostros. Pronto vimos como todo lo que estaba a nuestro alrededor se tornó de un blanco muy resplandeciente, mi carrito casi no se veía y yo, me tiré al suelo y en un intento de recrear recuerdos de niña, comencé a dibujar con mis brazos y piernas un ángel en la nieve y de pronto ese recuerdo se tornó en sentimiento y en ese momento, fui niña otra vez.

Mis amigos se reían de mi al tiempo que me advertían acerca de la posibilidad de un resfriado, pero yo los oía tan lejos y sus voces las sentía tan ajenas a mi, que no fueron capaces de sacarme de la meditación en la que me encontraba. En ese momento solo contaba lo hermoso de esa Gran nevada y lo bien que me hacía sentir. Ese día, como les dije al principio, no solo quedó evidencia de lo ocurrido en mi carrito, sino también en mi corazón.