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Antes de conocer el verdadero amor, mi vida era un sinsentido que discurría hacia cualquier parte donde la festiva intensidad prometiera los más emocionantes momentos. No se trataba de excesos que me colocaran al margen de las buenas costumbres inculcadas por la ternura y los consejos de mi madre, sino de una evasión consciente de las responsabilidades que me ataran a una rutina que, para esos eufóricos momentos de mi vida, parecía irremediablemente insoportable.

Era alucinante, durante esos días en que la diversión condicionaba los planes de mi agenda, empatar los días con las noches entre cantos, tragos y música que solo se detenían cuando el cuerpo lanzaba sus señales de emergencia o cuando la ineludible proximidad de las obligaciones laborales imponía el recogimiento… Me encantaba la parranda, por esa razón era impensable renunciar a las libertades de la soltería.

Antes de que llegara el verdadero amor hubo otros que, por supuesto, se creyeron eternos, pero no soportaron las sinrazones de mis inconstancias y se marcharon a conquistar la infinitud al lado de otras almas que compaginaran con sus propósitos. A nadie quise lastimar jamás y algunas veces pensé, en serio, que había encontrado la mujer elegida por los designios de mi destino para que pasara el resto de la vida con ella, sin embargo, los entresijos de la intimidad decían algo distinto y todo se terminaba para que yo continuara en mi empedernido jolgorio.

Pero un día apareció ella y me dejó desconcertado con su manera de tratarme, con su espléndida inteligencia y con su inexplicable belleza. Al principio, solo me gustaba escucharla hablar, admirado, sobre cualquier tema del conocimiento humano. Después comenzamos a conversar sobre literatura, música y folclor; y me paseó entonces por los orígenes de todos esos cantos y ritmos que eran asiduos en mis aventuras parranderas. Además de su vasta cultura, tenía una voz cristalina que penetraba en el corazón para impregnarlo de dulzura, para dejarme el alma solo pendiente de esa cascada que tintineaba en mi comprensión con la luz de cada palabra.

Ella no pensaba, por nada del mundo, enamorarse de nadie en esos momentos y menos de un hombre como yo, cuya vida era un galimatías sin rumbo definido. Yo, por mi parte, no quería renunciar a mis libertades e intuía que jamás podría congeniar con la formal jovialidad de aquella mujer que no admitía inseguridades en su camino. Pero las conversaciones se hicieron frecuentes y fuimos, poco a poco, develando nuestras aspiraciones, los caminos que habíamos transitado, lo que nos gustaba, lo que nos fastidiaba, lo que esperábamos de una posible pareja…

Hasta que un hermoso día nos dimos cuenta de que estábamos enamorados y yo aprendí a vivir para ella, y ella se convenció de que un hombre puede cambiar para dedicarse, sin ninguna duda, a hacer feliz a una mujer que también entregó su corazón a un amor que se eternizó en los hijos y los nietos que enorgullecen ese largo camino que nos ha traído juntos hasta este presente.

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