Acá en Carúpano, todo el mundo se conoce, y la gente se interesa por todo lo que uno haga o deje de hacer. Fue así cuando pasé por casa de la señora Isabel, y ella me preguntó: "¿Chelita, así me llaman aquí, qué llevas en esa ponchera?"

Tímidamente le contesté: "Ají y chimbombó".

-¿Pero los estás vendiendo o los llevas para casa de tu tío?, me dijo.

-No, señora Isabel, los estoy vendiendo.

-Bueno, muchacha, el carajo, ¿por qué no gritas: ají, chimbombó, o tú quieres que uno adivine?

Lloré, aún no sé si de pena o de dolor por no hacer el mandado bien hecho; entonces, ella me dijo:

-A ve, acá, ¿cuánto es esto?

Le dije los precios de las bolsitas de ají y de los chimbombos. Ella misma sacó la cuenta, y me compró toda la mercancia. A mí me parecía un "milagro". Corrí con tanta emoción que pelé la acera y me caí.

Cuando llegué a la casa le conté a mamá lo que había pasado, y que la señora Isabel me había comprado todo.

Me dijo: "Tú no vas a servir para vender en la calle. Así que preocúpate por estudiar y ser la mejor".

Mamá tenía razón, he hecho varios intentos como vendedora, pero la gente me agarra los productos; no me los pagan y a mí me da pena cobrar.

Así que me dediqué a estudiar y a tratar de ser la mejor.

En mi vida de estudiante universitaria, junto a mi amiga María Cárima, nos dedicamos a planchar ropa a algunos profesores de la universidad, a los que les hacíamos saber que necesitábamos dinero para sacar las copias de los libros. En esas actividades nos iba bien, pues teníamos el almuerzo garantizado.

Cuando me dieron mi primera beca como preparador docente, dejé la "planchadera". Les cuento que ganaba más de lo que gano ahora como profesora. Ironías de la vida.

En las vacaciones en la Universidad, buscaba trabajar en tiendas. Mi mejor "mata tigre" fue como mesonera de un Casino que había en Carúpano. Allí gané mucha plata en un mes. Ayudé a mamá a comprar algunas cosas para la casa, y con el resto del dinero me fui a Margarita y me compré tres pantalones "Clouds", que costaban un dineral.

Antes de graduarme como profesora, le hice la suplencia a un profesor por un año escolar, en el Liceo José Solverio González. En esta etapa de mi vida, me acordaba de la canción de Donna Summer. "Ella trabaja duro por dinero". Tenía 36 horas de clase y estaba cursando siete materias, en la Universidad. La verdad es que me sentía capaz de hacer cualquier cosa. Yo tenía 21 años.