Saludos a esta distinguida comunidad. De nuevo acudo a los concursos que promueve @vivigibelis, quien, a raíz de la muerte de su tío, nos invita a reflexionar sobre la muerte. Esta es mi participación.

La vida y la muerte son dos episodios cruciales en nuestra existencia; la primera nos saca alegrías; la segunda lágrimas. ¿Hay muertes que duelen más que otras?

Sin duda diré que sí. Cuando mi padre murió tenía 64 años; yo tenía 17. El último año de vida de papá fue un eterno sufrimiento, que aún lo tengo presente. Él padecía de cáncer pulmonar.

Papá era un hombre fuerte físicamente. Pero, desde que enfermó, comenzó a secarse, su ímpetu al caminar se redujo a unos pocos pasos; la falta de oxígeno hacía que su rostro adquiriera un tono verdoso como de carne descompuesta. Papi duró casi un año en cama. Recuerdo que el 30 de enero del año 1990 pidió que le hiciéramos una fiesta, la más grande que pudiéramos hacerle, y que invitáramos a todos sus amigos de Tunapuicito (el pueblo donde él había nacido). Su deseo se cumplió, la calle se cerró y papá se sentó en su silla a ver el espectáculo. Hubo grupos de aguinaldos, galerón, música de antaño y hasta Mariachi. La fiesta duró hasta la madrugada. Después de esa fiesta, papá no pronunció una palabra más. Parecía estar mudo, le consultamos al médico, y nos dijo que: "La expresión más corta y sencilla que dijera lo dejaba sin aliento". Era doloroso ver a papá. Yo le rogaba a Dios que se compadeciera de él y que se lo llevara pronto. Y llegó el día: 26 de marzo de 1990. Papá murió y su rostro era de paz.

Lloramos a papá, aún lo hacemos, pero sabíamos que no se merecía tantos sufrimientos. Esta fue la primera muerte dolorosa que tuve en mi vida; la muerte de mamá fue inesperada. Ella estaba espléndida. Lucía como un roble, y falleció el 26 de febrero del año de 2011. Cuando hablamos de mamá, lo hacemos siempre con una sonrisa; mamá era contagiosamente alegre, se parecía al conejito de la propaganda de "Duracell" en las fiestas. No paraba de bailar, y cantaba precioso.

Pero, estas muertes no fueron nada dolorosas si las comparo con la muerte de mi hijo-sobrino, Anthony. Este niño lo criamos entre mi hermana Agustina y yo. Era nuestro único varón, estudiaba en el Pedagógico de Maturín y trabajaba como entrenador de Potencia. Cuando la situación económica del país alcanzó su pico más alto, él dejó de estudiar y se dedicó por completo a trabajar. Ahora era cocinero y entrenador. El dinero que ganaba no le alcanzaba para alimentarse; nosotras tampoco teníamos para ayudarlo. Así que un buen día decidió vender todo lo que había adquirido e irse para Colombia. Nosotras hicimos "maromas" para ayudarlo con el pasaje y se fue. Su viaje fue estresante; nosotras nos reprochábamos por haberlo dejado ir, pero no teníamos nada qué ofrecerle. Llegó a Colombia, específicamente a Pereira, donde estaba un amigo, y comenzó a trabajar. Trabajaba mucho y casi sin descanso.

Anthony era asmático y trabajaba en un "autolavado", sufría de alergias constantes, pero nunca pudo hallar un empleo más rentable. Cuando llegó la pandemia, enfermó de covid. Un día nos llamó para decirnos que no se sentía bien, pero que debía ir a trabajar, allá se desmayó y lo llevaron a la residencia. Mi sobrino sufrió solo los embates de esta terrible enfermedad, deliraba de la fiebre y cuando hablábamos con él por teléfono, mi hermana y yo presentíamos un nefasto final. Estuvo solo en esa inmensa ciudad, apenas algunas ayudas de unos amigos.

Mi hermana y yo conseguimos dinero para que mi hermana Rosita, que es la mamá de Anthony, fuera a Colombia a ver si lo cuidaba como él se lo merecía. Pero mientras ella iba en el trayecto recibimos la noticia de que él había fallecido. Mi sobrino murió el 11 de octubre de 2020, tenía 26 años, iba a cumplir el 23 de octubre 27. No me acostumbro a su muerte. De hecho, escribo este post con un indetenible temblor en mis manos, y con lágrimas en mis ojos.

El único consuelo que nos queda es que él trataba de vivir intensamente el momento. Tal vez presentía que se iría pronto. Esa ha sido, precisamente, nuestra fortaleza. Siempre lo tenemos presente y tratamos de hacer las cosas que a él le agradaban.

Las cenizas de mi bebé