El preescolar quedaba a una cuadra de mi casa. Por eso siempre nos íbamos caminando sin temerle a nada ni a nadie. Yo tenía seis años. A esa edad la gente piensa que los niños no nos enamoramos, pero se equivocan, sí lo hacemos.

Luis llegó al kínder de la mano de su padre. Lo vi desde el jardín. Su papá tenía una camioneta roja, lindísima. Se bajó y dijo con voz ronca: "Buenos días, maestra". Me gustó su seguridad. La maestra comenzó la clase y él se destacaba con sus intervenciones. Yo sentía que mi corazoncito saltaba al escucharlo. Luis ni me veía, por lo menos no como yo quería que me viera. Mis amiguitos le dijeron: "Luis, Maricela está enamorada de ti". Él me miró con timidez y se rió sarcásticamente. Yo sentí mucha pena y lloré delante de todo el mundo. La maestra me preguntaba qué me pasaba y yo no sabía qué decir.

Pasé de amar a Luis a rechazarlo. Pero siempre que se acercaba lograba perturbarme con su presencia. Cuando llegamos a tercer año de bachillerato, me dijo una amiga que Luis quería hablar conmigo. Yo acepté conversar con él. Ese día me declaró su amor. Yo recordé su risa sarcástica de niño, y le dije que no me gustaban las personas que se burlaban de los demás. Él trató de explicarme su conducta, pero me negué a escucharlo.

Nunca más nos volvimos a ver, cada quien tomó un sendero diferente. Pero un día, frente a la playa que se pinta de color malva, Luis y yo nos encontramos; ya no éramos ni la sombra de los niños que antes fuimos. Nos miramos como cuando teníamos seis años, nuestros ojos brillaron como las estrellas en noches oscuras y dejamos que el orgullo se ocultara como el sol tras la montaña que habita en el lago de los sueños.

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