Concurso Semanal, "Creando Historias Semana #7". EL CALLEJÓN DE LOS AHORCADOS (Cuento original) by @palabreador

in WORLD OF XPILAR4 years ago (edited)

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Callejón Santa Inés en Cumaná. Por esta calle, contigua al denominado "Callejón del Ahorcado" (hoy cerrado), según algunas historias, también fueron llevados a la horca algunos condenados. Es aquí donde ubico mi cuento de hoy. Fotografía original tomada con mi teléfono Verykools S5028 (Enero 2021)


EL CALLEJÓN DE LOS AHORCADOS
(Cuento original)


      Antonio García combatió en la guerra de independencia durante diez largos años. A sus 72, se sorprendía de que aún estuviera vivo. Sentado en un pequeño taburete, en su rancho ubicado a la vera del río, contemplaba sus dos cicatrices. Una, en el muslo de su pierna izquierda, causada por un balazo. La otra, en su brazo derecho, ocasionada por una lanza enemiga que casi se lo amputa. Pero, de lo que más se acordaba Antonio ese día, es del episodio que salvó su vida siendo un condenado a muerte. Antonio recuesta su cabeza del delgado tronco de una mata de guayaba y rememora aquella historia del día 14 de mayo de 1813.

       Había sido capturado un mes antes por unos soldados españoles, en Cumaná, la ciudad donde nació y uno de los lugares donde con mayor intensidad se vivió la guerra en aquel momento. Tenía 22 años de edad. Ese día, debía entregar una carta de su Comandante a otro General de la causa republicana. Luego de la entrega, ya avanzada la noche, fue visto por dos guardias en su recorrido, quienes le dieron el alto. No tuvo tiempo de nada. Aseguraba que a esa hora, no sería difícil regresar a su campamento, ubicado a las afueras de la ciudad. Se equivocó en sus cálculos. De inmediato, fue llevado a la cárcel del castillo, en donde se encontraban unos doscientos reos más.

      Fue acusado de conspiración, aunque no había ninguna prueba en su contra, y condenado a muerte el segundo domingo de mayo. Antonio era un joven delgado, pero fuerte. Había crecido entre los baños en el río, la caza de iguanas y los juegos propios de los muchachos de la época. Era de tez blanca, ya que sus padres eran nacidos en esa ciudad, pero descendientes de españoles. Se unió a la causa de la independencia cuando esta comenzó, en 1810. Sus ojos eran marrones y su cabello negro. Tenía otro hermano, Rodrigo, de 17 años de edad.

      Cuando su madre se enteró de su captura, corrió al Castillo a verlo sin que pudiera lograrlo. De hecho, recibió la amenaza de un capitán español que le dijo que no se acercara más y que sólo vería a su hijo cuando se lo entregaran hecho cadáver. Aquellos días fueron de una enorme angustia para ella. Su padre, José Antonio, también combatiente independentista, había muerto en batalla hacía un año. Cumaná era entonces una ciudad tomada, sometida al yugo español.

      “Será ahorcado en el patíbulo de la plaza central!”, sentenció el juez militar. Antonio escuchó la sentencia con serenidad. Sabía que entre sus opciones como soldado de la causa de la independencia, la condena a muerte aparecía entre las primeras. De hecho, prefería morir así a quedarse sentado en su casa, esperando que otros fueran a salvarlo y la independencia, según lo que su padre le enseñó, le daría libertad a él y a toda su descendencia. Estaba conforme con su destino. Lo único que lamentaba era el no haber conocido el amor ni haber tenido hijos.

      La plaza central estaba ubicada en un lugar céntrico de la ciudad, al lado del río. La ubicación del patíbulo, allí no era casual. Era una manera de intimidar a la población sobre lo que le sucedería a quien se opusiera al Rey y a sus autoridades. Allí se garantizaban audiencias importantes de la población que acudía a observar las ejecuciones que se realizaban. El terror era la norma en aquel momento de la Guerra.

      En el camino hacia la plaza, había un angosto callejón bordeado por casas altas, de grandes ventanales y puertas. Estaba muy cerca de la Iglesia de Santa Inés, el principal templo de la ciudad. Era el asiento de familias pudientes de la época, casi todas vinculadas al poder económico, militar o político del momento. Los llamados “mantuanos”. Era “el Callejón de los Ahorcados”, ya que por allí pasaban los condenados a la horca el último día de sus vidas. El nombre le había sido puesto de manera informal por la propia gente. Un contraste macabro entre el lujo de aquellas casas, la riqueza que en ellas habitaba y la muerte que se paseaba señorial con cada desfile hacia el cadalso. Allí, también vivían las señoritas más bellas de la alta sociedad cumanesa.

      El 14 de mayo de 1813, un guardia llegó a la celda donde se encontraban los condenados de ese día y comenzó a llamarlos uno por uno. “Antonio García”, dijo. El joven salió de la celda y fue atado por las manos con los otros ocho condenados, en una suerte de fila. Una patrulla de diez soldados, acompañaba al grupo. El castillo de Cumaná se encontraba en el cerro de San Antonio, por lo cual, el recorrido hasta el patíbulo siempre era observado por una buena cantidad de pobladores. Antonio era el último de la fila.

      El cortejo pasó por un costado de la Iglesia y se adentró en aquel callejón de la muerte. Las ventanas de las casas se encontraban abiertas, como era costumbre a esa hora de la mañana. Los amplios ventanales permitían un mejor flujo del viento en aquella calurosa ciudad. Normalmente, en días de ejecución, no se veía a nadie asomado a las ventanas. Era una forma de expresar la posición de cada quien en un momento así. Por un lado, los condenados, casi todos provenientes de los estratos más bajos de la sociedad. Por el otro, los pudientes y poderosos, indiferentes ante la suerte de aquellos. Dos miradas opuestas de la vida.

      Pero, esa mañana, como cosa extraña, una joven bellísima se detuvo frente a una de las ventanas de su casa. Era Josefina del Real, de 17 años de edad, hija del General español Gonzalo del Real, Jefe del Cuerpo de Caballería del Comando español en Cumaná. Era uno de los militares con mayor poder entonces. La joven se asomó, quizás casualmente, justo en el momento en que Antonio García pasaba por el frente. Este iba sin camisa, con un pantalón raído y unos viejos zapatos, aunque había tenido el detalle de peinarse antes de salir de la celda. El choque de miradas fue inevitable.
      Antonio quedó deslumbrado con la belleza de aquella joven. La miró fijamente, sin desviar sus ojos ni pestañar. Josefina no hizo menos. De hecho, al verlo, se acercó a la ventana y colocó sus manos en ella. Le pareció el hombre más bello que había visto en su vida. Él, quien seguía caminando y viéndola, casi cae al tropezar con el condenado que iba adelante. Un soldado lo increpó con furia por el traspié. La joven se aferró aún más a la ventana, como si algo se le estuviera escapando y ella quisiera retenerlo.

      El cortejo llegó a la plaza. Una multitud de unas 500 personas se encontraba allí. En primera fila, la madre de Antonio, vestida de absoluto negro y con un rosario en sus manos. Al lado, con cara de tristeza y rabia juntas, su hijo menor. Según el protocolo, los condenados eran ahorcados en grupos de tres, ya que ese era el número de horcas que había en el patíbulo. Al subir, las cabezas de los condenados eran cubiertas con una especie de capirucho, eran colocados en sus lugares mientras se les ponía la soga al cuello y, luego de la última bendición por parte de un sacerdote, el verdugo movía la palanca mortal. Algunas sacudidas después, los cuerpos inmóviles eran desmontados por soldados y entregados a sus familiares. Era una escena bárbara.

      Antonio se encontraba en el último grupo de tres. Cuando le tocó su turno, pensó en su madre, a quien no quiso mirar para ahorrarle algo de pena, según él. Subió las escaleras de madera y se ubicó en su lugar. Ya para ese momento, pensaba en la joven de la ventana, en sus ojos hermosos. Pensó que, de manera tan contradictoria, el último día de su vida era cuando había sentido por primera vez aquellas mariposas en el estómago. “Al menos, puedo sentir que me enamoré”, pensó. Uno de los verdugos se acercó y le puso el capirucho. Sólo restaba esperar la oración.

      La multitud miraba impávida. La madre de Antonio rezaba en voz muy baja, al igual que otras mujeres que hacía lo mismo cada vez que había una ejecución. El sacerdote subió por tercera vez y comenzó la última oración. Apenas unos minutos faltaban para que aquel dantesco escenario se cerrara hasta una nueva ocasión. Había un silencio enorme que fue roto, en todas sus formas, por el galopar agitado de un caballo montado por un oficial. Este, sudoroso, se dirigió a paso raudo hacia el oficial al mando y le entregó una nota. El oficial la abrió, la leyó y la cerró, asintiendo con su cabeza. Llamó a otro de sus oficiales, quien subió al patíbulo a conversar con el verdugo mayor. La gente se miraba, sorprendida.

      El verdugo se separó de la palanca, caminó hacia donde estaba Antonio, sacó la soga de su cuello, le quitó el capirucho y le indicó que bajara. Nadie, ni él mismo, comprendía lo que sucedía. Un grupo de tres soldados, rodeó a Antonio. “Vamos al castillo”, le dijo uno. El joven no sabía qué decir. Su madre y su hermano lloraban sin entender nada. “¿Qué ocurre?”, preguntó el atribulado joven, “¿Por qué me bajaron?”. El soldado, también con cara de sorpresa, le respondió, “Has sido perdonado. Cumplirás una condena de seis meses en la cárcel”. No podía creerlo. Era casi imposible un perdón a un condenado a muerte en aquel momento. Los soldados comenzaron a caminar con el joven entre ellos.

      La ruta a seguir era la misma. Antonio era toda confusión e incredulidad. No podía creer que eso le estuviera ocurriendo. Al entrar al “Callejón de los Ahorcados”, recordó a la joven. Su corazón se aceleró con la esperanza de volverla a ver. Emocionado, esperaba el momento de pasar frente al ventanal y apreciar de nuevo toda su inmensa belleza. Contaba los pasos en absoluto silencio. Pero, no fue así. La inmensa casona de color blanco, señorial y lujosa, tenía sus ventanales cerrados. Nada se escuchaba en aquel callejón de la muerte que, por primera y única vez en su historia, vio retornar con vida a uno de los cientos de condenados que por él se pasearon.

Al día siguiente, un barco salió de Cumaná. Iba hacia La Guaira, principal puerto del país. En uno de sus camarotes, iba una joven que cumplía 18 años ese día, 15 de mayo de 1813. Hermosa como ninguna, graciosa y tierna, escribía en su diario como lo hacía todos los días desde que cumplió doce. “Hoy es mi cumpleaños 18. Tal y como lo orientó mi padre, al cumplir mi mayoría de edad debo ir a España a completar mi educación. Me siento feliz por este día. Mi padre, a quien amo, sabe bien que detesto la guerra. Ayer, como promesa de cumpleaños, me dio uno de los mejores obsequios de mi vida: logró el perdón para uno de los condenados, el que yo escogiera. Espero que Dios le dé larga vida a aquel joven que acarició mi corazón con su mirada”. Cerró su diario y salió a cubierta a mirar el hermoso mar por el que navegaba aquel barco.


FIN


Steemit Rafael.png


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 4 years ago 

Saludos amigo @palabreador

Interesante historia sobre aquella calle que conducía a la muerte, y donde un amor pasajero pudo salvar un alma de mil batallas, muchas emociones se sienten al ver cruzar a los condenados.

Gracias por su enrada al concurso.

Participante #42

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