El naúfrago casi inconsciente logró divisar la tierra que parecía venir a su encuentro, pero lo que capturaron sus ojos fue la senda dorada en la superficie marina. Lo sintió como una señal de las fuerzas telúricas para que se salvara. Frigor sin recuperarse bien su conscie,ncia agradeció la señal y casi por reflejo se reactivó remando con la tabla que había recogido del naufragio, flotando en el mar como los cuerpos de sus compañeros. El dolor lo sacudió y su cerebro se despejó, trayendo a su memoria las crueles escenas de la destrucción del barco al ser empujado por la tormenta contra las rocas. No entendía como había sobrevivido. ¿O tal vez no lo había hecho? Dudó.

La senda dorada creada por el sol poniente trasmitió a su consciencia el mismo mensaje que había percibido semi inconsciente: el camino hacia la salvación, pintado por manos de los dioses para llevarlo a un lugar seguro. Estar vivo, sin agua dulce ni comida era algo para contar a sus hijos, cuando los tuviera. Siguió remando con verdadera desesperación para llegar a ese lugar a donde lo llevaría la senda dorada, guiado por la voluntad de sus dioses.

Al calor de la fe y la esperanza, se sintió lleno de un vigor inapropiado para sus días de hambre, sed e insolación y remó con fuerza. Las tablas sobre las que iba navegaban veloces hacia el Poniente. El mar irisado estaba calmo y la brisa parecía ayudar a empujar el rústico navío sobre el que apenas cabía tendido el cuerpo del hombre. Así descansaba, tendido sobre la plancha de tablas, entre jornada y jornada de remo. Y con el destino claro y la protección de sus dioses, Frigor pronto llegaría a la arenosa playa donde encontraría una corriente de agua dulce, fruta silvestre y lo más importante, humanos dispuestos a socorrerlo y sería conocido como el hombre que llegó por la senda dorada del atardecer.