Concurso Semanal "Creando Historias Semana #14" - Desolado

in WORLD OF XPILAR3 years ago

Desolado

1

El grupo encargado de explorar lo que había quedado no se le había asignado ningún nombre. Estaba compuesto por hombres y mujeres que, al despertar, se habían unido silenciosamente a la causa, siguiendo sus propios intereses y sumidos en los pensamientos que toda aquella situación acarreaba.

Estos eran, por supuesto, los más valientes. No porque se encargaban de visitar los lugares desolados y destruidos, sino porque hacían acopio de la suficiente fuerza de voluntad para enfrentarse a verdades amargas y dolorosas. Querían ver con sus propios ojos a lo que debían atenerse, luego, cuando la incertidumbre fuera una certeza, poder lamentar y llorar sus pérdidas.

Jhon McDavid, hombre joven de pelo color paja, iba en esa trullada de gente exploradora. Acaecía el tercer día del «incidente», como solían llamarlo algunos. Su andar era firme, como sus manos cuando palpaban y rebuscaban entre los escombros; su rostro estoico no dejaba entrever ningún atisbo de emociones y sus ojos escrutaban con intensidad milimétrica su alrededor.

Había sido uno de los que más había tardado en despertar, cuando lo había hecho se había sentido desorientado, confundido, lleno de más emociones de las que reflejaba, pero se había puesto en marcha. Quería saber qué ocurría. Quería encontrar a quienes estaba buscando. Era debido a esta determinación que no había sucumbido a las garras de la locura, como otros.

La humanidad no había estado tan unida en sentimientos, emociones, sensaciones y pensamientos como en aquel año, que los conectaban de algún modo: había sido como abrir los ojos y verse arrojado sin más dentro de una pesadilla. Una que por lo visto no acabaría, sino que acababa de empezar.

Pero lo más desconcertante de todo no era la multitud de infraestructuras derribadas y cubiertas de cenizas, como si hubiesen sido escupidas y devoradas por las llamas del infierno o la inclemencia de las armas nucleares. Tampoco la infinidad de vegetación dañada y muerta, marchita para siempre. No era la irrealidad que se había adueñado del planeta tierra, confiriéndole un aspecto completamente diferente, como si hubiese ocurrido un apocalipsis y volvía a nacer, surgiendo de las cenizas y los escombros que nadie se había encargado de limpiar.

Lo que más desconcertaba a todos eran las desapariciones. Una cantidad considerable de personas había desaparecido sin dejar rastro, como si en verdad se los hubiese tragado la tierra. Ningún cuerpo mutilado o poseído por la muerte, solo ausencia… Ausencia, silencio y dolor. Unos ya habían empezado a llorar a sus seres queridos, resignándose a no verlos más. Pero otros no podían conformarse con esta opción, no hasta saber qué fue de ellos, no hasta no tener nada concluyente.

Los exploradores, más que buscar la causa de lo ocurrido —después de todo, era un hecho y además, irreversible— buscaban dar con los ausentados. Uno de ellos era Jhon McDavid, que deseaba encontrar a Sara y a su hijo, Devon. Quería saber qué había sido de ellos, si seguían con vida o en este mundo, si no se los había tragado la tierra como a los otros. Luego podría preocuparse por lo demás.

No podía solo aceptar el hecho de darlos por desaparecidos, la esperanza a la que se aferraba era que cuando había ocurrido la «inconsciencia colectiva» no estaban juntos, por lo que su esposa e hijo pudieron haberse quedado dormidos en alguna parada del viaje que habían estado realizando o bien en el destino final de su travesía. Si pensaba en esto, una voz chirriante y molesta repiqueteaba en su cabeza. «¿Si es así, por qué no han vuelto a casa?». Pero ignoraba esa voz y seguía con su búsqueda, había muchos motivos que impedían a los viajeros regresar.

Fue en esos días calurosos, agitados y cansinos que supo que la esperanza a veces podía ser un arma de doble filo: podía otorgar fuerza y resistencia, pero también dolor y desesperación.

Si su familia no había podido regresar, entonces no importaba, él iría hasta ellos. Pensando así, partió con un grupo de caminantes —las carreteras y los autos en su mayoría estaban destrozados, y las gasolineras no estaban en funcionamiento— agotando en extremo su cuerpo y comiendo pequeñas porciones de comida, la cual parecía iba a escasearse muy pronto.

Sin embargo, ninguno de su grupo había tenido resultado en la búsqueda. Tal y como parecía, tampoco lo obtendrían jamás. Jhon no fue la excepción, hizo a pie el trayecto que tuvo que haber recorrido su esposa pero no obtuvo ningún resultado concluyente. ¿Era suficiente? No, aún faltaba la casa de su suegra. Si no estaban ahí, pensó, mirando la desolación en los ojos de sus acompañantes, no estarían en ningún otro lugar.

Respiró profundo para contener las lágrimas tras sus ojos y que el terror que sentía no hiciera poner en alarma a sus compañeros, que de angustia ya tenían suficiente.


2


Jhon McDavid observó la fachada medio destruida de la casa. No era la única, viviendas destruidas sobraban en esa calle, en la cual parecía haberse desarrollado una guerra. El corazón le palpitaba dolorosamente en el pecho, mientras se quedaba inmóvil, observando. Sentía pánico de encontrar a sus seres queridos heridos —o muertos— pero también miedo de no encontrarlos. Tragó en seco y entró por un hueco de la pared, pensando en esto mientras pasaba por encima de una viga que se había venido abajo.

Montañas de escombro y cenizas lo recibieron. El suelo estaba roto y casi no se apreciaba la porcelana por los desperdicios que tenía encima. El espacio donde se encontraba era la biblioteca, aunque los libros, antes ordenados en estantes cerrados por un duro cristal estaban desparramados por el suelo. Hojas sueltas se mecían con la corriente de aire y salían volando hacia cualquier parte, algunas no podían hacerlo porque estaban apisonadas con trozos de pared. Los cristales habían estallado.

Se adentró por el pasillo, escuchando el silencio. Quiso hablar, llamar a Sara interrogativamente, esperando que alguien le pudiera responder, pero no encontró la voz. Dejó de intentar forzarla, no se atrevía. Subió la escalera, desencajada y con peldaños faltantes, y fue directamente a la habitación que utilizaba Sara y él cuando se alojaban en la casa.

La puerta estaba torneada, la empujó suavemente y entró. Para su sorpresa, todo estaba pulcramente ordenado, como lo estaría cualquier otro día excepto por el gran agujero que había en el techo, abierto allí como por obra de una mano gigante que se había dado a la tarea de arrancar cuidadosamente ese pedazo.

En el centro de la cama vio un objeto que le rompió el corazón: un peluche. Se acercó y lo tomó, para observarlo detenidamente como si nunca antes lo hubiese visto, pese a que había sido él quien se lo había regalado a Devon.

Ese fue el momento exacto en el que se derrumbó. Cayó arrodillado sobre el suelo con el peluche en brazos como si se tratara del cadáver de su propio hijo y lloró desconsolado, abrazando y meciendo el juguete entre sus brazos. Rato tiempo estuvo así, hasta que las lágrimas se retiraron un poco y se puso en pie. Al hacerlo se dio cuenta de que un objeto se le había incrustado en la rodilla.

Lo observó sin saber de qué se trataba. Parecía una joya o un prendedor. Estaba hecho de un material que asemejaba la plata y tenía incrustaciones verdes. Cuando no encontró significado alguno que explicara qué era eso o qué hacía en el suelo, lo guardó en el bolsillo sin darle mayor importancia.

Se preguntó qué debía hacer a continuación, evidentemente su búsqueda había terminado y no tenía ganas de salir a enfrentarse a un mundo en el que Sara y su hijo no estuvieran. Se tiró en la cama y lloró un poco más.

3

El agujero del techo había sido sellado, la viga reparada y las paredes vueltas a construir, aunque sin un acabado limpio. Adentro no quedaban indicios de que alguna vez la casa estuviese sumida en el caos, como si un huracán hubiese pasado por la puerta para causar estrago antes de marcharse. Los días habían transcurrido y la gente empezaba a aceptar que la nueva realidad era un hecho y no iba a cambiar. Había empezado una lenta pero segura reconstrucción del mundo y quizá de sus propias vidas.

Por lo menos para los que habían decidido que así fuera, porque aunque Jhon había compuesto la casa de su suegra no había podido recomponer su vida. Tampoco quería hacerlo. Desconocía el motivo por el que se había quedado en ese lugar —quizá porque fue el último en el que estuvieron Sara y Devon— pero tampoco tenía sentido emprender un largo viaje de regreso a la que una vez fue su casa. No había nadie allí para recibirlo.

Los días parecían iguales, caminaba de un lado a otro como alma en pena y estaba tan desorientado y distraído que no lograba concretar ninguna tarea. Un estado que se repetía y no tenía fin. Sin embargo, la determinación llegó a él un día en el que se le encendieron las ideas y su rostro cambió de expresión. Aún podía hacer algo.

Terminó de hacer el nudo y colgar la cuerda, después rodó la silla que había traído desde la planta inferior de la casa y la situó exactamente bajo la soga. Se subió a la superficie de madera y se colocó el rústico colgante. No planeaba rezar ni pensar, solo hacerlo, así que no tardaría mucho. Pero antes de que pudiera empujar la silla el resplandor de una potente luz iluminó la habitación.

La luz procedía de todas partes, como si fuese incapaz de dejar vivas a las sombras. La habitación cambió con velocidad y pronto estuvo en un lugar obscuro, donde siluetas misteriosas empezaban a congregarse en una pequeña estancia. Los oyó hablar pero no parecía que pudieran verlo. Se reían y mencionaban lo que le habían hecho a la humanidad, todo parte de un «pequeño experimento» con una dosis de castigo por ser una raza tan despiadada e irracional.

—Me complace observarlos —dijo uno de ellos—, aún siguen sin entender lo que les ha pasado, por un tiempo quisieron responder a la incógnita, pero ya se han olvidado de eso y de los suyos. Ya aceptaron que no volverían a verlos, lo más importante y la prioridad que tienen en este momento es «reconstruirse» y seguir existiendo, preservar sus pequeñas vidas y hacerlas permanecer en el fugaz tiempo.

—Así es, eso es lo que parece indicar todo —aportó otro, tocándose la barbilla afilada.

—Que hagan lo que quieran, el planeta Tierra queda olvidado para nosotros. Ya no constituye ningún interés para los nuestros y nuestros fines, ¿entendido? —preguntó el que hasta ahora no había hablado. Llevaba un largo traje blanco ceñido al cuerpo, con adornos plateados—. Lo que tuvimos que hacer ya lo hicimos, tomamos con nosotros a los humanos que necesitábamos y con ellos nos quedaremos y experimentaremos. En cuanto al planeta Tierra, también íbamos a hacer pequeños experimentos con ellos y por eso tanta destrucción pero… No, no vale la pena siquiera intentarlo.

—¿Ni destruirlo?

—Ni destruirlo, solo desterrarlo al olvido.

—¿Estás seguro de eso, Gran Jale? Con todo respeto, los humanos son impredecibles, pero muy obstinados. Cuando quieren algo se empecinan, y si no lo consiguen por lo menos son letales en sus intentos.

El Gran Jale no tardó ni tres segundos en pensar y aportar su respuesta:

—Estoy seguro, Milt. Los humanos no son una amenaza para nosotros, sus objetivos por ahora son mínimos y están alejados de lo que verdaderamente importa. Piensan en cosas superfluas y banales, y están destinados a seguir llevando sus pequeñas vidas intrascendentes. Pronto se habrán olvidado de lo que ellos llaman «El incidente», como dijo Krens. Es lo mejor, que se olviden de eso y nunca lleguen a enterarse para que no tengan la osadía de molestar.

Uno de ellos levantó la mano, entusiasmado.

—¿Podemos seguir observándolos?

La mayoría lo miró con reprobación, el Gran Jale había dicho que debían olvidarlos y eso harían, para qué esforzarse en preguntar siquiera semejante tontería. Tenía que ser del planeta contiguo, pero como a los seres de ese planeta no les agradaban las tonterías, no se esforzaron en responder siquiera. En vez de eso, Krens hizo una pregunta que los desconcertó a todos:

—¿Dónde está Leizt?

—Se supone que debería estar aquí, su emblema recibió el llamado para esta reunión y el aviso de que lo trasladaría aquí en diez segundos —dijo Rom, señalando un objeto de color plata con incrustaciones verdes, que tenía colgado al cuello mediante una fina cadena.

—Efectivamente, aquí está. O por lo menos eso consta en el registro de mi emblema —dijo el Gran Jale, mirando el objeto destellante. Todos se quedaron en silencio, y siguieron la mirada del Supremo, que escrutaba un punto en las sombras, allí donde la oscuridad era más intensa.

Jhon McDavid sintió los pares de ojos rojizos clavados en él, que lo escrutaban en la oscuridad. Instintivamente dio un paso atrás, inquieto por todo lo que acababa de presenciar y por el silencio sepulcral de la habitación perteneciente a otro planeta.

—Esto no es bueno —susurró Rom, como si hablando bajito el extraño no pudiera escucharlo, pero no era así, Jhon los escuchaba perfectamente.

—El emblema ha debido quedársele en alguna parte —dijo Krens, erguido e inmóvil como una víbora dispuesta a atacar.

El Gran Jale también estaba sentado inmóvil, con los brazos apoyados en los reposabrazos del elegante sillón. No cambió de expresión al hablar:

—Vayan por él —ordenó.

4

Jhon McDavid intentó correr en la oscuridad de ese espacio para buscar una salida pero la oscuridad se difuminó, la imagen que estaba viendo se rasgó y sin darse cuenta se encontraba en la habitación de la casa de su suegra. El corazón estaba desbocado en su pecho como no lo estaba desde hacía tiempo, a menos no sin que llorara por sus pérdidas.

¿Estaba soñando?, se preguntó, mirando el suelo desde la altura que le confería la silla. ¿Se había quedado dormido por unos segundos? Se quitó la soga del cuello y se bajó velozmente de la silla, para rebuscar en el cajón el emblema que había conseguido días atrás.

Si era un sueño, qué importaba. Vivir de delirios e irrealidad no era tan malo si en ellos su familia seguía existiendo. No obstante, sabía que todo lo que había presenciado no era producto de ningún sueño ni de ninguna alucinación, había sido tan real como la vida que tenía antes de la «inconsciencia colectiva».

Tomó el emblema y lo apretó fuerte en el puño, haciéndose daño. Recogió unas cuantas cosas que echó sin orden en el bolso y salió a toda prisa de la casa, escuchando una y otra vez las voces que hablaban antes de que la oscuridad se desvaneciera: «no es bueno que un error como este se haya cometido. ¿Un humano colado en nuestra reunión? Todo podría echarse a perder. Tenemos que silenciarlo cuanto antes… Con la muerte».

Jhon se detuvo en una esquina y observó la casa de su suegra justo cuando unas naves, apenas perceptibles por el ojo humano, se detuvieron cerca. Los seres, camuflados con el viento, entraron. El sudor le corría por la frente. Quizá debía deshacerse del emblema, sabía Dios si podía ser localizado mediante el objeto, pero no lo soltó. Si así era debía correr el riesgo, era la única prueba que tenía que avalara su experiencia en aquel planeta desconocido.

Pese al calor se cubrió el rostro con la capucha y se adentró por los callejones de aquellas calles que días atrás estuvieron completamente destruidas y que ahora lo estaban a medias. A pesar de los esfuerzos de ser reconstruidas, los estragos en las fachadas de las casas podían observarse como grandes cicatrices que no se habían esforzado en tapar. Quizá para recordar.

Jhon McDavid sabía que los seres de ese planeta eran más, en cambio él, por el momento era solo uno. Sin duda tendrían más ventajas, más probabilidades de matarlo y con su muerte guardar el secreto para siempre, borrando el único cabo suelto que se había quedado en la Tierra. Sí, ellos tenían un fin que cumplir, pero él también tenía un objetivo que cobraba fuerza con cada paso que daba y tomaba consciencia de algo: su familia, su añorada familia estaba viva. ¿Esa determinación de rescatarlos no lo hacía lo suficientemente peligroso y capaz de enfrentarse a lo que fuera?

Observó a las gentes de ojos tristes, de miradas perdidas, asediadas por el dolor y la desgana por la vida. Aunque intentaban reconstruir sus «pequeñas vidas intrascendentes» muchas de esas personas habían perdido a sus seres queridos, gente valiosa que con su ausencia habían dejado un vacío irreparable. Si él podía convencerlos de que existía una mínima posibilidad de volver a verlos, de recuperarlos… ¿No se unirían a la causa? ¿Qué tenían que perder, ahora que todo lo consideraban perdido aunque con sus acciones dijeran lo contrario?

Si tenía la suficiente entereza, ingenio y astucia, si podía resistir y demostrarles a todos que lo presenciado había sido real, entonces la balanza cambiaría. Quizá siguieran teniendo desventajas los humanos en comparación con esos seres magníficos y súper dotados, pero encontrarían algún modo. El Gran Jale había cometido un error y pronto se daría cuenta de eso.

Jhon McDavid entendía que su vida corría un gran peligro, aunque ya había estado preparado para afrontar la muerte minutos atrás, solo que esta vez podía obtener con su valía algo que su corazón anhelaba con fuerza. Haría lo que fuera por rescatar a los suyos y comprendía que el futuro de los desaparecidos dependía de él y únicamente de él. De lo que fuera capaz de hacer con la información que sabía.



Esta es mi entrada en el concurso propuesto por el amigo @adeljose, si quieres ver las bases del mismo, puedes hacerlo dirigiéndote al siguiente enlace: Secretos peligrosos.

Todas las imágenes son de mi autoría, sacadas con un Redmi 9 y editadas con la App Snapseed. ¡Gracias por leer!

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 3 years ago 

Saludos amiga @mariart1

Interesante historia sobre la incesante búsqueda de Jhon por encontrar a sus seres queridos, pero solo consiguió encontrar el secreto del gran Jale.

Gracias por su entrada al concurso.

Participante #26

Hola, gracias a ti por motivarnos a imaginar. 👍

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