Miguel y yo tenemos una relación complicada. Estamos bien la mayor parte del tiempo y todo es armónico, pero hay veces en las que no nos entendemos para nada. Es como si él no pudiera o no quisiera escucharme. Se vuelve sordo, malinterpreta lo que digo y pone en mi boca palabras que no dije.

La última discusión que tuvimos fue fea. Los vecinos nos escucharon desde la calle. Bueno, ellos siempre están escuchando todo, a la caza de un buen chisme para compartir. Miguel salió de la casa y no volvió sino hasta tarde en la noche. Yo lo sentí llegar, abrir la puerta y acostarse a mi lado. Quise abrazarlo, pero me contuve. Temía que me rechazara y que eso me pusiera peor.

Cuando amaneció, me levanté e hice el desayuno. Miguel se puso de pie pocos minutos después. Se sentó a la mesa sin decir nada. Yo estaba tensa, casi que rogando que dijera algo. Pero él se quedó callado.
Terminó de desayunar y cogió sus cosas de pesca. Intenté acercarme para besarlo pero él se alejó y salió de la casa. Cuando estuve segura de que estaba sola, empecé a llorar. No me atreví a salir de la casa hasta que hube llorado todo lo que tenía que llorar y mi cara se desinflamó.

Bajé a la playa. Encontré la nasa tirada en el muelle. Ahí entendí que Miguel salió en la lancha con sus amigos, pero no a pescar sino con la intención de pasar algún tiempo lejos de mí.