Cuando desperté de la cirugía evité mirar hacia abajo. Mantuve mis ojos yendo hacia los lados, hacia la gente que vino a visitarme. Mi atención se enfocó en sus caras y sus palabras hasta que no tuve más opción que ver al doctor revisarme.
No pude respirar por un momento, yo ya sabía de la ausencia de mis piernas, pero el síndrome del miembro fantasma me hizo creer que aún seguían ahí.

Pasé dos meses en el hospital hasta que me dieron de alta. Tuvieron que sentarme en una silla de ruedas antes de meterme en el carro y llevarme a mi casa.
Acomodaron una habitación sin usar y colocaron mis cosas ahí. A partir de entonces, un asistente me acompañó en mi vida diaria. Durante el día me encontraba bien, pero al llegar la noche y estar solo en mi cama, me ponía a llorar. Extrañaba correr y moverme a mi gusto. Mis carreras a campo traviesa se volvieron una fantasía. Nadar también era algo impensable. Sin brazos y piernas me hundiría como peso muerto.

Cuatro meses después, María volvió de un viaje en el extranjero. Llegó a mi casa una mañana y corrió a abrazarme. Me dijo que oyó acerca de lo que me pasó y que, si yo quería, me ayudaría. La escuché esperanzado.

Rodrigo, su novio llegó a la casa unos días después. El tipo era muy amigable y se dedicaba a hacer prótesis para gente que ha perdido partes de su cuerpo. Lo escuché con atención. María estuvo conmigo durante todo el proceso de terapia, no sólo mental sino también física. Él estudió mis muñones e hizo unos moldes con mis medidas.

Una mañana, los tres salimos al polideportivo de la ciudad. Me bajaron y me llevaron a la zona de atletismo. Rodrigo me ayudó a ponerme las prótesis de piernas y me pidió que diera unos pasos.
Él y el entrenador que nos acompañaba me vigilaban de cerca. Me apoyaba en los dos para dar cada paso. Con el tiempo, pasé de caminar a trotar y luego a correr como yo solía hacerlo.