Yo era la empleada responsable de atender a doña Manuela De Freitas. Estaba con ella de lunes a viernes ya que los fines de semana se encargaban de ella (si es que estaban en el país) sus hijos y nietos. No era difícil cuidar a una persona como esta mujer, que, aunque no podía caminar bien ni defenderse sola en sus actividades de rutina diarias, poseía un dulce carácter y mantenía cortas pero agradables conversaciones con los empleados.

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Ese día fueron algunos amigos a pasar un rato con ella. Yo estuve pendiente de todo el que entraba a su recámara porque había recibido instrucciones de no dejar que las visitas se prolongaran por mucho rato. Doña Freitas estaba de reposo desde hacía unos cuantos meses atrás y su estado de salud requería de esmerada atención y cuidados.

Recuerdo claramente cuando ese mismo día, ya estando la estancia vacía cerca de las cinco de la tarde, una mujer muy elegantemente vestida, con un sobrio sombrero negro y luciendo unos guantes de seda se presentó a la mansión diciendo que era la apoderada de la firma perteneciente a la familia De Freitas. El Administrador de la casa la recibió y la acompañó hasta la habitación donde descansaba la dama convaleciente.

Intrigada por lo que pudiera ocurrir detrás de esas paredes, con cautela y sin que me vieran, me aproximé lo más que pude a la puerta. Agucé mis sentidos y oí parte de la conversación que se producía al interior.

Es hora de que firme el poder para autorizar la sucesión empresarial. De lo contrario, agentes interesados e influyentes se aprovecharán de su ausencia para quedarse con todos sus bienes y su imperio se irá a la ruina.

La paciente desde su cama aducía con voz quebrada que era menester la presencia de sus hijos mayores para poder tomar una decisión al respecto.

Pero cómo piensa usted que van a venir si todos están fuera del país. No será hasta dentro de dos meses que estarán de vuelta y ya para ese entonces será demasiado tarde si usted no firma.

Hasta donde pude captar, doña Freitas se lamentaba de tanta soledad e impotencia. Con decisión abrí la puerta. Me mostré dispuesta a encargarme del cuidado de doña Manuela, que al verme dio señales de alivio y me pidió que me acercara. Esto disgustó a la supuesta apoderada, quien con un gesto displicente guardó algunos papeles y documentos en su maletín.

Sin pensarlo dos veces me aproximé al lecho de la mujer, la tomé de los brazos para levantarla y llevarla a la sala contigua. Acto seguido, el Administrador con cara de preocupación, irrumpió en la alcoba y me instó con voz enérgica a que me retirara.

Pensé que este hombre, con su despotismo, se había tomado muchas licencias en el manejo de la mansión y de los negocios de la familia. Salí del lugar pero me quedé merodeando atenta a lo que pudiera ocurrir después.

Al cabo de un rato, el autoritario hombre y la elegante mujer se retiraron de la alcoba cerrando la puerta tras de sí. Una vez despejada la zona, me acerqué de nuevo para ver qué había pasado con la propietaria. Para mi impresión, ella sollozaba desconsoladamente. Al preguntarle sobre lo sucedido, me comentó que muy a su pesar debió firmar un poder en el que colocaba toda su fortuna y poderío en manos de abogados y de terceros con la finalidad de alejar a aquellos que estaban detrás de sus posesiones.

Inmediatamente, llamé a la policía y la hice partícipe de la situación. Algunos efectivos policiales hicieron acto de presencia en la residencia y con sumo interés tomaron nota de lo acontecido. Comenzaron las averiguaciones. Tras intensas pesquisas quedó demostrado que todo fue una componenda entre el Administrador y la supuesta apoderada para despojar a la dama de su firma, por lo que hoy están tras las rejas cumpliendo su condena por aprovechamiento ilícito de bienes ajenos y estafa agravada.

Invito a participar en esta amena actividad a

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