Sí, señor agente. Yo era vecino de la señora. Ella se llamaba Claudia. En el vecindario le decían doña Claudita. Yo estaba como a cinco carros detrás de ella. Estábamos desde ayer en la cola de la gasolina, en esa cola inmensa que se vuelve chiquita en el horizonte. Ella estaba en el tercer puesto. Tenía el número 3 asignado. A veces cuando me aburría me iba hasta donde ella para hablar un ratico. Después yo me devolvía a mi carro.

Ella no se veía bien. Sus ojeras se le asemejaban a las de un mapache. Además del trasnocho haciendo esa cola de pesadilla, me dijo que tenía otros problemas y que llevaba en el pecho una enorme tristeza, puesto que sus cuatro hijos se habían marchado buscando nuevos horizontes y que su esposo se había enclaustrado en la habitación dizque esperando la hora de la muerte, porque le parecía que ya no tenía nada qué hacer en este mundo.

Me dijo que lo de ella iba más allá de la congoja, porque hacía varios meses que no sabía nada del último muchacho que se había ido, y porque le aterraba el hecho de que el joven hubiera fallecido en el camino que va desde Colombia a Centroamérica.

A Claudita se le salían las lágrimas cada vez que hablaba de sus hijos. Porque en verdad ¿a quién no le duelen los hijos? Los hijos son como dos cosas a la vez: la felicidad y el dolor.

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Hablé con ella como a las 4 de la madrugada. Le llevé un poquito de café que me mi hija me había traído en un termito. Fue cuando me dijo: “Estoy cansada”. Fue lo último que escuché de su boca.

Después, cerca de las 6 de la mañana, cuando todavía las gandolas del combustible no habían llegado, los que estaban cerca de Claudita me llamaron. “La señora amiga de usted se quedó como dormida en el jardín al frente de la gasolinera. O no sabemos si fue que se desmayó o le dio alguna cosa”. Así me dijo el que vino a avisarme. Pero no, doña Claudita no se durmió ni se desmayó. A ella simplemente le llegó la hora.

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Invitación: @mariami, @dulcem05, @solperez