El agua no siempre tiene el poder de borrarlo todo, probablemente quede algún vestigio de alguna civilización perdida. Esa es la historia que voy a contarles.

Hace muchos años existió un pueblo llamado Pilares del Mundo. En él habitaba gente sencilla dedicada a la pesca, cultivo y ganadería. En algunas temporadas se hacía difícil la supervivencia, entonces, ellos se movían a otro territorio.

En una oportunidad, uno de estos pueblos nómadas quiso regresar al lugar de origen, donde habían dejado algunas fundaciones, y muestras visibles de su cultura, encontrándose con la desagradable sorpresa de que ya estaba allí habitando otro grupo humano, más agresivos y dispuestos a pelear por todo sin querer llegar a acuerdos.

Los primeros pobladores no permitirían la alteración de sus costumbres, comenzaron a hacerse daño, guerras y conflictos generaron mortandad y tristeza.

Los invasores se establecieron en terrenos contiguos, comenzó el sedentarismo de los pueblos que mantenían la rivalidad. La paz de otrora quedó sustituida por un odio latente sembrado en las generaciones futuras.

En cada comarca, se eligió una figura que hiciera las veces de rey, quien pondría las normas en ese lugar, para ver si era posible mantener algún orden.

Las personas adquirían poderío por riquezas aseguradas en las cabezas de sus reses, y por la cantidad de terreno que pudieran ocupar. La división de clases era grotesca, algunos tenían mucho, otros no tenían casi nada, sobrevivían la gran mayoría.

La naturaleza cumple sus ciclos sin tomar en cuenta las decisiones humanas. Comenzó a llover sin parar, hasta que de aquellas civilizaciones pendencieras solo quedaron erigidas las torres de piedra que cada comarca había construido como muestra de poderío. Todo lo demás quedó debajo de las diáfanas aguas cristalinas, que permanecen fieles al legado divino de no permitir territorios donde no haya paz.

Mi contenido escrito es original.
La imagen es la propuesta por @xpilar para el reto.