Aquellos días de mis abuelos

_{Imagen modificada en PowerPoint/ F}

En realidad me gusta referirme a mis abuelos como si hubiese compartido con ellos, sin embargo, a la única que conocí fue a mi abuela paterna, Silveria Yáñez, una mujer menuda, de voz apagada que, en ese entonces en que era yo apenas un niño, caminaba ya, debido a la vejez extrema, con mucha dificultad.

Mi madre, que además de amorosa era una gran conversadora, se encargaba de revivir con sus palabras tanto la fisonomía como las acciones de sus padres, sus viejos, como ella los llamaba: Josefa Malavé y Jesús Sánchez. A través de la cadencia de su voz, lograba yo imaginar cómo eran y todas las tareas que llevaban a cabo para mantener a sus hijos, para prodigarles cariño y para perpetuarse como personas ejemplares.

A mi papá, por su parte, le encantaba referir las graciosas anécdotas de su progenitor: Federico Rojas; era este un poeta popular que aprovechaba cualquier situación, sin importar cuán seria o graciosa fuese, para satirizarla por medio de sus versos rimados; más de una vez fue perseguido por ello, no obstante, la mayoría de las veces sus ocurrencias eran muy celebradas por todo el pueblo. De modo que puedo asegurar que mis inclinaciones literarias fueron heredadas de ese abuelo que no conocí, pero está presente en mis querencias.

Todos esos grandes seres humanos vivieron en una época en la cual no existían el sinnúmero de facilidades que disfrutamos en esta era signada por la comodidad, por los grandes avances tecnológicos, sin embargo, supieron hacerle frente a la vida para salir adelante, para que sus hijos tuviesen un futuro mejor, para disfrutar de la existencia apelando a los recursos que tenían a la mano con el propósito de procurarse sus buenos momentos de alegría y diversión, con la intención de ganarle la partida al sufrimiento, como solía decir un viejo amigo del pueblo.

Aquellos abuelos, de acuerdo con las palabras de mi progenitora y de todos quienes hablaban de ese tiempo, eran en esencia agricultores, personas que se levantaban antes de que saliera el sol para subir hacia los cerros en donde tenían sus sembradíos. A las mujeres, a la par de las exigentes labores del hogar, también les tocaba trajinar por esas montañas cuando era la época de recolección de las cosechas; ellas eran quienes arrancaban de las matas los granos maduros del café, las que extraían las mazorcas de maíz o las que recogían los aguacates que ya estaban en sazón.

A los hombres, además de que debían limpiar las significativas extensiones de tierra donde se llevaba a cabo la siembra, les concernía igualmente estar pendientes de todo el proceso que conlleva el cuidado de los vegetales plantados hasta que estuviesen listos para el consumo. Eran también los que debían cargar agua desde los manantiales cercanos para que nunca faltara en el hogar, los que tenían que estar pendientes de limpiar los caminos, de reparar cualquier eventualidad que sufrieran sus casas de bahareque y de otras exigentes labores que imponían las carencias de aquel pasado agrario de un pueblo provinciano.

Esos fueron mis abuelos, gente dedicada a la agricultura como una actividad que solo les ayudaba a subsistir. Toda esa vida antigua que ameritaba de inmensos esfuerzos para cubrir las más elementales necesidades era referida por mi madre, sobre todo, para que sus retoños tuviésemos presente la entereza proverbial de unos abuelos que supieron inculcarles a sus hijos los preceptos de una luminosa moral que trascendiera hacia una eternidad que jamás podrían ver, pero presentían que era el camino para forjar un mundo mejor.

Invito a los amigos:
@nexcis,
@williang y
@yeri52