36° Concurso 300 palabras: Háblame de tus fobias

Ocurrió en mi pueblo, Mucoelrío, cuando tenía doce o trece años de edad aproximadamente. Frank González, un amigo de la escuela y de cuanto juego nos inventábamos en aquella época, se acostó una noche a dormir y no se levantó más nunca, amaneció sin vida, se fue de este mundo sin darse cuenta de nada.

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Aquel suceso me dejó impactado porque en ese entonces yo poseía la firme creencia de que las personas tan jóvenes como nosotros no se morían; estaba seguro de que esos acontecimientos tan serios solo le ocurrían a la gente mayor.

A raíz de ese episodio tan abrumador para un muchacho que jamás espera que uno de sus compañeros fallezca, desarrollé entonces un miedo excesivo a quedarme dormido (somnifobia, según el término técnico que lo define). Trataba por todos los medios de alejar el sueño de mí, debido a que llegué a sentirme plenamente convencido de que no volvería a despertarme. Era tanta mi obsesión que, a pesar de que me mantenía todo el día ocupado con las tareas escolares y con los juegos propios de aquel entonces, cuando llegaba la hora de meterme a la cama, lograba derrotar el sueño, así estuve varias noches insomne y con los ojos abiertos.

Muchas veces, sin embargo, debido al agotamiento y al reclamo natural del cuerpo por su descanso, me quedaba irremediablemente dormido. Cuando esto sucedía, mi fobia hacia el sueño se agravaba porque entonces soñaba que me había muerto; me sentía terriblemente angustiado, debido a que intentaba moverme, levantarme de la cama, pero una inmensa pesadez en el cuerpo me lo impedía. Llegaba incluso a percibir a familiares y conocidos a mi alrededor ahogados en llanto e intentando levantarme del lecho, mientras yo gritaba que no quería irme de este mundo.

Como yo estaba consciente de que mi madre era una mujer demasiado ocupada, no quería molestarla con mis problemas. Fue por esa razón que, de manera callada, me convertí en un adorador de la noche. Durante esas horas me dedicaba a leer, a escribir, a reflexionar; a convencerme de que la oscuridad era el momento más propicio del día, ya que el silencio, la tranquilidad, los sonidos de la naturaleza, se experimentaban con una sensación de plenitud absoluta.

En contraposición a estos motivos tan ensoñadores que me animaban a continuar siendo un noctámbulo, la cama se convirtió en una alegoría de la muerte y de las pesadillas desesperadas. Desarrollé hacia ella una aversión desquiciada, -clinofobia se llama eso- debido a que, al posar mi cuerpo en ese amenazador lecho, corría el riesgo de dormirme para soñar que había fallecido o quizás, tal como le sucedió a Frank, de no despertarme jamás porque el soplo de la vida aprovecharía para huir de mi cuerpo, mientras me encontraba en esas regiones del subconsciente.

Debido a que al amor de una madre no se le escapa ninguna situación irregular que se encuentre padeciendo un hijo, al poco tiempo mi adorada progenitora se dio cuenta de la somnifobia que no me dejaba tranquilo. En seguida preparó un té con hojas de catuche (guanábana para los que desconocen el término), me lo dio a tomar en la noche y me quedé dormido en un santiamén. Desde ese día más nunca se me quitó el sueño ni volví a soñar que me quedaba muerto cuando estaba dormido.