Queridos lectores de steemit, con mucho agrado vuelvo a #recreativesteem, esta acogedora comunidad de gente amiga comprometida con la magia de la creatividad, para participar en el Nuevo Concurso: "Anécdota extraordinaria", promocionado por la gentil @yetxuni.

En esta ocasión les presento una anécdota extraordinaria de mi infancia, que conservo en mi mente como un tesoro.

Si desean participar, aquí se encuentran las bases.

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Fuente: 165106 , en Pixabay

Fucho y yo habíamos planeado la incursión unos días atrás. Tendríamos, tal vez, nueve o diez años cuando nuestras mentes infantiles, torcidas, traviesas y golosas, idearon el plan perfecto para atiborrarse de dulces.

Lo recuerdo claro como el sol de hoy. Cuando supimos que era el momento justo para dar inicio a la diablura, trepamos el paredón, subimos a una frondosa mata de mango que estaba en el patio del taller mecánico contiguo a la casa de Fucho y por allí bajamos, ansiosos, sabiendo que estamos haciendo algo malo, a la casa de dulces, relamiéndonos por el gustazo que nos íbamos a dar comiendo todos las chucherías del mundo que la señora Melquiades hacía para vender a los vecinos del barrio.

La señora Melquiades no, Melquiades, a secas, como todos le decían, iba religiosamente para el mercado todos los domingos y ese día la vimos salir con su mapire cerca de las 8 de la mañana. Dos horas, por lo menos, tendríamos para ejecutar nuestro codicioso plan. Entonces, Fucho y yo trepamos la tapia y entramos a la casa como astutas lagartijas. Fuimos a la cocina inundada de aromas y para mí fue como morirme: ¡Santo Cielo, y llegar al paraíso de los glotones!

Fuente: lifeblue, en Pixabay

Tortas de varios tipos, gelatinas, helados, magdalenas, donas, catalinas, burritos y otras delicias estaban ante nuestros ojos insaciables. Yo empecé por probar una tres leches que me hizo volar inmensamente feliz. Por un tiempo estuvimos muy abstraídos y concentrados en nuestro festín de confites hasta que de pronto, como de la nada, apareció ella.

Melquiades estaba allí, con su orondo cuerpo moreno como un gran bizcocho de chocolate. Nos miraba con sus ojos negros e inmensos y con una chancleta en cada mano.

"Ahora alimento dos ratoncitos granujas en casa. Menos mal que me devolví antes de llegar al mercado porque tengo malestar de barriga", nos dijo calmadamente y después agregó, con sonrisa pícara: "ahhhh, con que a ustedes les gusta el dulce, pues ahora van a saber, pequeños roedores, cómo saben mis besos de coco."